LA ODISEA DE KING CAÑETE
…continuación
Como ejemplo podemos mencionar lo que tuvo que sufrir el vapor “Velma Likes”. Este barco estuvo luchando 72 horas con el huracán. Dice su capitán E. G. Bauvard que: —Este huracán arrancó mástiles, vientos y aparejos y todo lo que no había sido aplastado por las grandes olas. Calculamos que el viento soplara a más de 120 millas por hora. El ancla de repuesto que teníamos a babor se zafó y rodaba de un lado a otro destrozando el palo mayor. En la cubierta iba un cargamento de barriles de petróleo, los que se soltaron y comenzaron a rodar por todas partes destrozando el maderamen y cubriéndonos de líquido. Llegó el petróleo hasta los camarotes y el comedor. El puente fue arrastrado junto con la baranda de cubierta de pasajeros. Hay rotas quince ventanillas, la caseta del piloto. Perdimos la brújula y las antenas de radio. Nos encontrábamos en el mismo vórtice de la tormenta y el agua hervía a nuestro alrededor.
Memorias del huracán de Camagüey 1932 de Juan Carlos Millás.
Ya encima del árbol los cuatro, me quedaban Jorge y Julio a la derecha, y Ramón a la izquierda, aunque todos muy cerca unos de otros; no atinábamos a bajarnos de allí por temor al viento y a los gajos que arrancaba, que cruzaban después a ras de tierra.
Quien no halla vivido momentos como aquéllos no será capaz nunca de valorar lo pequeños que nos sentimos cuando la naturaleza se impone. Por eso es que lo cuento con crudeza, porque así fue.
Los cocoteros, con racimos y todo, fueron arrancados de cuajo por los vientos y lanzados al mar. Ese viento, implacable, no dejó de azotar un solo instante. De pronto, una rama arrancada de otro árbol vecino vino a pegarle a los dos compañeros situados a mi derecha: a Jorge en la cabeza, causándole una muerte instantánea; a Julio en el pecho, hundiéndole el esternón y las costillas.
Entre aquellas fugadas atiné todavía a asir a Jorge, lo eché sobre mi espalda, ya cadáver, y di con él en tierra. Ramón cargó con Julio que, enhorquetado sobre la rama del árbol, echaba espuma y sangre por la nariz y por la boca, y también bajó con él.
No habría pasado una hora de aquello cuando cesó el empuje del viento y bajó el nivel del agua. Ramón y yo nos vimos en una situación sumamente difícil. Eramos sólo dos, porque Jorge era difunto y Julio, aunque vivo, estaba reventado por dentro y sangraba hasta por los intestinos. Serían las cuatro de la tarde.
Sobre un yerbazal acostamos al muerto y al herido. Recursos no teníamos. Allí, junto a ellos, pasamos la noche. Y cuando amaneció Julio también era cadáver.
Cayo Largo era visitado a menudo por muchos pescadores que dejaban tarecos abandonados, objetos de lata, platos viejos, etcétera. Con esos implementos cavamos una fosa común y depositamos en ella a nuestros dos hermanos. Les colocamos sargazos de almohada y de sudario y los sepultamos con arena.
Las casimbas quedaron cegadas por completo. Dos o más pies de arena escondían aquellas vitales fuentes. Imposible nos fue descubrir alguna. Ramón y yo éramos un par de sonámbulos enloquecidos. Cinco días sin comer y sin beber pasamos allí. Cuando la sed me agobió al extremo, probé mi orina pero no pude beberla: despedía un olor insoportable.
Bajo aquel sol radiante que ennegrecía la piel y desteñía la cabellera, con el mar azul, inmenso, prepotente delante de nosotros; sobre la calcinada arena estéril del cayo estaba yo, con los harapos de mi short por traje y mi pequeño cuchillo en su tahalí rudimentario ceñido a mi cintura por arma. Al pobre Ramón no le quedaba más que una cadenita de oro al cuello de la que pendía una medalla con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre.
La cordillera de cayos conocida con el nombre de Doce Leguas queda situada al sur de la parte central de la Isla de Cuba. Es una cordillera de cayos adyacentes, separados sólo por pequeños estrechos a los que nosotros, los pescadores, les llamamos “pasas”. Estas pasas pueden ser ocasionalmente de quinientos metros o de hasta más de un kilómetro. Ramón ya no era joven. Al quinto día le dije:
—Ramón, tenemos que irnos de aquí. De lo contrario hay que resignarse a morir de sed y hambre, porque a este lugar no vendrá nadie en mucho tiempo.
—Es imposible, King, ¿a dónde ir?
—A los cayos de las Doce Leguas.
—Pero el más cercano nos queda a tres leguas de aquí y hay muchas cornúas en el mar. No llegaremos.
—Las cornúas andan huyendo, locas todavía por el ciclón —repuse para convencerlo. Efectivamente; los peces muertos llenaban las orillas del cayo.
—Es un suicidio, King.
—Más triste que morir ahogados o comidos por los tiburones, es morir aquí de sed y de hambre. Allá a Doce Leguas vienen pescadores de Casilda, de Cienfuegos, de Batabanó, de Tunas de Zaza, y hasta de Manzanillo. Allí seguramente encontraremos a alguien.
Y Ramón comprendió, o al menos aparentó haber comprendido. Cayo Largo ya era un desierto abandonado en el que no pondrían sus plantas otros hombres hasta pasado mucho tiempo.
Aceptamos el reto y nos enfrentamos en desigual batalla con las aguas del Caribe.
Entre cayo Largo y cayo Mariflores —el más cercano— se extendían doce kilómetros de mar
Nos lanzamos al agua al amanecer. En circunstancias como ésta no se nada a brazadas, sino con todo el cuerpo debajo del agua, de bruces, descansando a ratos, boyando boca arriba. Todo el día lo pasamos nadando sobre una profundidad de veinte brazas. Ramón quedaba rezagado a veces y yo me detenía a esperarlo tratando de no alejarme mucho.
Cuando caía la tarde ya el viejo Ramón se hallaba agotado por completo. Él se dio cuenta desde el principio de lo imposible de su empresa, conocía que su sentencia de muerte estaba echada para esa tarde y que comprometerme a mí en su salvación sería la perdición de ambos. Ya no podía resistir más, sus músculos se negaban a continuar batallando, sus pulmones no resistían ante el empuje supremo del esfuerzo. Minado de agotamiento me hizo señales en una ocasión que yo miré hacía atrás. Regresé hasta él dando un pequeño giro y le dije:
—¿Qué pasa, Ramón?
—King, ya no puedo más, trata de salvarte tú solo.
—No digas eso. Agárrate de mí. Continuemos, que ya falta poco trecho.
Él conocía perfectamente que le estaba mintiendo. Acaso habríamos recorrido la mitad del camino. Era necesario nadar otro tanto o más para alcanzar tierra.
—Trata de salvarte tú, King, que ya yo estoy muriéndome. Sálvate tú para que le cuentes a los míos cuál fue el final. Toma —y se arrancó del cuello su cadenita de oro con la medalla de la Virgen—, toma, llévate esto y que la Virgen de la Caridad te salve —balbuceó con voz agotada y lejana al extenderme la cadena.
Un vómito de sangre le acudió en ese momento desde las entrañas. Volvió a hablarme
—Mi querido amigo, tú te salvarás. Tu vigor y tu juventud te salvarán.
Traté de obligarlo a que se sujetara de mí pero se negó a hacerlo. Se soltó de mí tratando de huir y se dejó caer hacia atrás para hundirse como una piedra. Margüí. Iba delante de mí hacia abajo a mayor velocidad de la que podía yo desplazar en la inmersión. Podía mirarlo ante mí en su caída, a sólo unas cuantas pulgadas de distancia. Así bajamos unos veinte pies aproximadamente hasta que lo perdí de vista porque se me oscureció todo y mis pulmones amenazaban con estallar en mis espaldas. Emergí entonces velozmente y llegué a la superficie casi ahogado. Ramón ya descansaba para siempre en las profundidades de aquel mar implacable. Mi fiel amigo, mi último compañero, ya no estaba en el mundo de los vivos. Allí junto a su lecho, dejé caer su cadenita de oro.
Nadé toda la noche rumbo a Mariflores. Una noche completamente diáfana. Una luna resplandeciente, como nunca he visto, plateaba las aguas y sólo el ruido y el vaivén de mis movimientos rompían el silencio y la quietud sepulcral que envolvía todo aquello.
Nadé toda la noche rumbo al sur. Cuando amanecía aún me restaban millas por recorrer. Ya el hambre y la sed no me agobiaban y mis fuerzas no me abandonaron.
A las doce del día pisé tierra.
Todo estaba desierto. Recorrí de un extremo a otro, Mariflores y allí dormí esa noche, a la intemperie, porque todo estaba arrasado.
Serían las cuatro de la madrugada del día siguiente, oscuro aún, cuando intenté cruzar la primera pasa, la Pasa de Mariflores, que tiene como quinientos metros de largo. Mi obsesión por hallar vida en algún cayo me hizo cometer una torpeza que casi me cuesta la mía, luego de habérmele escabullido a la muerte de entre las manos.
Resulta que los cayos de las Doce Leguas son un límite de Cuba, y después de ellos, el mar ya es inmenso, profundo hasta quinientas brazas, y quién sabe si a miles de kilómetros ya no hay más tierras por allí. A ese mar abierto y profundo nosotros le llamamos “veril”; también le llamamos “placer” al mar de apenas un par de brazas, cercano a las costas. El mar tiene “llenantes” y “vaciantes”: es la marea que sube y que baja; es el mar que entra y que sale. Dicen por ahí que la luna tiene que ver con ese movimiento incansable de la marea, con ese ir y venir de las aguas. Yo no sé qué tenga que ver la luna con eso, pero lo que sé es que el mar sólo está tranquilo un par de horas a lo sumo entre estas fluctuaciones de la marea. Y la cordillera de cayos de las Doce Leguas es como un muro entre el mar abierto y las costas de Cuba y le hace resistencia a las aguas y éstas tienen que pasar por los boquetes entre los cayos, que son como canales: las pasas. Esas son las pasas que yo tenía que cruzar. Figúrate tú, toda aquella masa de agua al llenar y al vaciar la marea, al verse refrenada por los cayos, la fuerza que coge al cruzar entre ellos... Y yo, que andaba medio aturdido por los sucesos y el hambre y la sed y la desesperación, no me la anduve creyendo y me lancé a la pasa oscuro todavía, justo cuando el mar vaciaba.
Oscuro no me di cuenta de nada. Pero cuando aclaró y levanté un poco la cabeza, alcancé a mirar que la punta que yo tenía que coge y que —como conocedor de aquellos lugares— tenía que quedarme a la izquierda, ahora estaba a mi derecha. Y al rato noté que me iba quedando cada vez más lejos. Entonces fue que me di cuenta de todo: el vaciante me empujaba mar afuera con una fuerza terrible. Ya estaba en el veril. Mi desesperación no te la puedo contar con palabras, porque no hay palabras para narrar desesperaciones como la que sentí.
Esta vez sí me hallaba perdido por completo. Pero en el mar abierto la corriente afloja su empuje y esa fue mi suerte. Gracias a esto y a mi fortaleza física que nunca me abandonaba, haciendo un supremo esfuerzo logré zafarme de la corriente aquella y pude regresar —hecho un guiñapo de extenuación y susto— nuevamente a cayo Mariflores.
Desde entonces tuve que utilizar la astucia para trasladarme de un cayo a otro y no volví a intentar lanzarme en la oscuridad y sin comprobar primero la quietud del mar.
Conocedor de que entre llenantes y vaciantes hay siempre una calma, corté una varita de jata con mi cuchillito colonial, me introduje en el agua hasta donde pude dar pie y clavé la varita en el fondo dejándole un buen trozo de punta fuera. El llenante demoró no poco tiempo, pero me entretuve en mirar la oscilación de la vara que se movía de un lado a otro por la fuerza de la corriente. Al cabo de una impaciente espera se estuvo quieta al fin. Y entonces aproveché y me lancé a un mar que durante más de una hora estaría en una calma total como si lo hubiesen encerrado en una palangana. Ese tiempo me fue suficiente para alcanzar cayo de Boca Chiquita. Desde entonces utilicé el sistema de colocar una varita de jata antes de cruzar cada pasa de aquellas.
Alcancé el cayo Boca de Piedra Chiquita. Lo caminé de un extremo a otro y dormí en él la segunda noche. Al día siguiente llegué hasta Boca de Piedra Grande. La tercera noche la pasé en un hueco que dejó una mata de guao de costa en este tercer cayo. Al amanecer pisé cayo Las Cruces, que tiene más de una legua de largo, lo atravesé y ese mismo día pasé a Cachiboca con la esperanza de hallar vida humana en su faro eléctrico de ciento veinte pies, desde donde se orientan los vapores para ir a La Habana.
Eran cinco días junto a Ramón y cuatro de camino; nueve días de sed y de hambre. La ilusión de hallar cocales, alimentos y vida humana que me hice al salir de cayo Largo, mientras nadaba junto a Ramón, se vio frustrada porque todos esos cayos estaban desiertos.
Probé nuevamente la orina, pero no pude pasarla.
Resignado a morir me tiré bajo una mata de flamboyán, exhausto por la fatiga, casi inconsciente de la realidad, cuando llegó un hombre.
Yo que nunca he creído en las visiones de apariciones y fantasmas, puse en duda mi entendimiento y creí que estaba delirando. No era para menos. Se dice que las personas próximas a morir ven cosas extrañas y hasta conversan con seres que no pueden ver los que están al lado del lecho del agonizante. El hombre se acercaba más y más y hasta pensé que era la muerte que venía a buscarme. Me restregué los ojos con fuerza y alcé la cabeza lo más que pude, a medida que aquella visión se acercaba.
Pero no era visión. Era un viejo pescador conocido.
Me parecía un sueño.
—Hola, Don Claro —le dije, cuando lo vi venir.
—Hola, Matamoros —me respondió asustado.
Don Claro Montalván también me había confundido.
Mi cuerpo enclenque, mi barba, mi desnudez casi total, daban la impresión del clásico náufrago que remotamente se parece a un hombre.
—Don Claro, yo no soy Matamoros, yo soy King Cañete.
Más que asombrado me respondió el anciano:
—¿Y cómo viniste a dar aquí, muchacho?
A grandes rasgos le conté la historia increíble. A él le habían informado que Santa Cruz estaba devastado.
De su bote de velas sacó un porrón de agua y me dio a beber. Encendió una fogata y me hizo té. Al tomarlo perdí el conocimiento.
Durante el desmayo, el anciano pescador me quitó lo que de short me quedaba y me vistió con una enguatada y un pantalón suyos, allí mismo, en la playa, a la orilla del mar.
Mientras despertaba de mi letargo, sacó una tarraya y la tiró para atrapar tres pichoncitos de lisa con los que cocinó un arroz ensopado. No tengo palabras para explicar la sensación que me produjo aquello al caer en mi estómago.
Allí dormimos y zarpamos al otro día rumbo a Santa Cruz; fueron tres días de viaje, durmiendo de cayo en cayo.
El día veintiuno o veintidós de noviembre de 1932 vimos a Santa Cruz ardiendo desde lejos. A las diez de la noche llegamos a tierra. En el yate “El Águila” de los Petí se refugiaban y dormían muchas personas que quedaron sin hogar cuando el desastre. Subiéndome en la cubierta les grité:
—¿Qué, aquí no hay nadie?
Asomó la cabeza Ramoncito Coloma y dijo asombrado a sus compañeros:
—¡Miren quien está allí, señores: King Cañete, a quien todos teníamos por perdido!
—Ramoncito, ¿qué haces aquí en este yate?
Y cambiando la euforia que le produjo el verme por la tristeza habitual de aquellos días, me dijo:
—Ya Santa Cruz no existe, King. Yo me quedé sin casa y sin familia: todos perecieron. Esas piras que arden contienen a más de tres mil víctimas. Y la madera que sirve de combustible son las casas del pueblo.
—¿Y los míos, Ramoncito? ¿Qué sabes de los míos? —inquirí desesperadamente.
—Los tuyos no, King. Los tuyos se salvaron.
Pero en la forma de decírmelo, por la manera en que se veía el pueblo devastado, comprendí que me estaba mintiendo para no causarme penas.
Cuando ya a mí las penas me eran familiares.
Pedro Armando Junco
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