Un blog para debatir, sin parcialidad ni censura, los cuestionamientos más urgentes de la sociedad cubana.
martes, 4 de octubre de 2011
A 48 años de un desastre
Ese día cuatro mi padre amaneció llorando. Mi madre corrió hasta mi cuarto a despertarme y me lo dijo:
–Mijo, tu padre está llorando en la oficina.
Yo era un adolescente de apenas quince años y no le había dado importancia a lo ocurrido el día anterior. Así que dormía a pierna suelta en mi habitación.
La casa de vivienda nuestra era una mansión hermosa, de cuyas habitaciones una la dedicó a su oficina personal: un buró de caoba, un armario de cedro, un archivo de metal con caja fuerte para los documentos y una silla de mimbre con comodín –cosas que todavía conservo –amueblaban la pieza.
Yo no quise ir a ver a mi padre, no me explico por qué; pero mamá me dijo que estaba con los codos sobre el buró, con la cabeza oculta entre sus manos y sollozaba en silencio. Tenía él entonces –se cumplen hoy 48 años –la edad que yo tengo ahora. Afuera se escuchaba el murmullo de los trabajadores de ordeño que deambulaban, aturdidos, como abejas a quienes le han destripado la reina; y mi madre había ido a buscar a papá porque Chilí Tejeda, uno de nuestros sitieros , había llegado y preguntaba por él.
Pertenecíamos a la clase media, aunque la residencia nuestra podía alternar con la de muchos hacendados de la clase alta. Era –todavía lo es, pues la conservo –igual a la de aquellos terratenientes propietarios de cientos y miles de caballerías: Federico Castellanos o la Señorita de la Yaya o Bebé Sánchez. Sin embargo, mi padre había adquirido por herencia paterna siete y media caballerías de terreno, que hipotecó para comprar otras ocho que, juntas, integraban una propiedad de quince y media caballerías.
Yo le había escuchado decir varias veces:
–A mí la Reforma Agraria no me va a “tocar”, porque mi finca está en plena producción, que es lo que Fidel necesita.
Y era cierto. Las dos pequeñas haciendas: El Delirio y La Ideal se unían al fondo de la primera, por lo que eran una sola; en dos caballerías se cultivaba caña para el central Macareño, y las restantes se dedicaban a la ganadería. Todo el terreno, salvo algunas sabanas, era un mar de palmas donde se reproducían cuarenta puercas de cría que aportaban más de trescientos lechones para fin de año. Existían potreros con hierba de guinea para mejora de la añojería destetada; el resto del pastizal era de hierba tejana, insuperable para la producción de leche: en primavera llegábamos a obtener más de quinientos litros diarios con una vaquería de cien cebúas en ordeño. Dentro del área, en diferentes sitios, se conservaban cuatro cayos de monte, vírgenes desde la época precolombina. Mi padre los preservaba intactos, como trofeo indígena, y solo se utilizaban sus maderas en casos muy especiales.
En la mesa del comedor, que todavía conservo, caben catorce comensales. Al terminar la jornada matutina desayunábamos junto a los hombres del ordeño, y allí el mayoral, que no era más que el obrero más responsable y dinámico, daba cuentas a mi padre –a manera de consejillo –de todo el buen funcionamiento o dificultades que se presentaran.
Los salarios oscilaban entre un peso libre para los trabajadores solteros que convivían en nuestra casa con manutención incluida, y dos y medio pesos diarios para los que tenían familia y casa propia que mantener. Pero la moneda que corría en menudo suelto era de plata pura, mientras nuestro peso circulaba junto al dólar americano. Una cajetilla de cigarrillos costaba diez centavos, un cerdo de cien libras valía diez pesos solamente, y así todo se correspondía en precios asequibles. Aclaro esto para que aquellos detractores de los salarios antiguos saquen sus cuentas y comparen su valor adquisitivo con los actuales.
En la finca radicaban como sitieros casi todos los trabajadores con sus familias, mantenían labranzas propias –donado el terreno de las mismas por mi padre –para sus viandas y sus crías de gallinas y de cerdos. El viejo Víctor Tejeda se había mudado para nuestra propiedad hacía ya muchos años, antes de mi nacimiento; y ahora la cuadrilla que atendía y cortaba la caña, que chapeaba los potreros de cría y realizaba cualquier labor dentro del predio, era la suya: él y sus cuatro hijos, dentro de los cuales estaba Chilí: el mayor y más serio de todos.
Muchas veces recorrí la finca con mi padre. No olvido que al pasar por frente al bohío de Víctor Tejeda, escuchaba como este viejo trabajador regañaba a mi progenitor por cualquier menudencia y todos, incluyendo al aludido, se echaban a reír –hasta a Chilí lo vi reír un día –, porque era el empleado quien le echaba la descarga al dueño. Era el estilo más empírico y puro de un campesino analfabeto, que a modo de elogio echaba regaños al amigo que tanto quería y respetaba. Y digo empírico porque esa cualidad la encontré muchas veces en nuestra sociedad rural; no puedo negar que mi madre era así conmigo –hablaba peleando, decía mi padre –cuando detrás de sus regaños ocultaba un inmenso amor para su hijo único.
Una de esas broncas que el viejo Víctor Tejeda liberó un día fue porque una cerda de la finca rompió el cercado de su labranza y le dañó algunas siembras. Mi padre de inmediato mandó sacar y sacrificar al animal. Luego en la casa le cuestioné:
–Si su labranza está dentro de nuestra finca y la tierra es nuestra, ¿por qué, papá, tienes tú que responder por lo que hizo un animal de nosotros?
–Porque yo le di ese pedazo de terreno y debo respetarlo como suyo –me dijo muy serio –. Esos hombres se desgastan trabajando en nuestra propiedad y sacrifican sus ratos libres para adicionar alguna comida más a sus familias; y no es justo que, porque yo sea el propietario, me arrogue el derecho a no respetarlo.
¡Claro que coloco esta anécdota a ver si alguien escucha su moraleja!
Pero lo más interesante de todo este relato estriba en que, de aquella masa ganadera cercana a las doscientas vacas, ni el veinte por ciento pertenecía a mi padre. Cuando se hicieron los conteos de “la intervención”, Víctor Tejeda era propietario de setenta vacas de cría, nuestro mayoral de cincuenta, y hasta nuestra cocinera Luz Marina –que desde mis tres años nos acompaña –contaba con cinco. Chilí Tejeda casi llegaba a la veintena y así por el estilo con más de una decena de partidarios. En el negocio, la leche recolectada era para nosotros, pero las crías se dividían al cincuenta por ciento, con derecho para el partidario de incrementar las hembras. Era una cooperativisación capitalista.
Sin embargo, el día anterior a esta crónica –el tres de octubre de 1963 –la Revolución confiscó todas las haciendas mayores de cinco caballerías. Miles y miles de milicianos con armas largas, conformando parejas, cayeron desde el amanecer en todas las haciendas del país con la orden de “intervenir” –entiéndase confiscar –hasta la última propiedad del afectado por esa ley. Recuerdo que nuestros interventores no dejaban siquiera tomar para nuestro sustento ni una gallina del patio.
Algunos que no conocen la verdad aseguran que esta última ley de Reforma Agraria emparejó a cinco caballerías los tenedores de tierra en Cuba. Y eso no es cierto. Haber “emparejado” quiere decir que a todos los que sobrepasaron esta cifra los redujeron a cinco: esto habría sido emparejar. Ante tamaña falsedad debo responder que toda propiedad superior a cinco caballerías de terreno –salvo casos muy excepcionales –fue expropiaba en su totalidad. Eso trajo por consecuencia, deduzca usted por qué, el primer éxodo del pueblo cubano luego del triunfo de la Revolución.
Para la vida del campesino cubano, desde el dueño hasta el último trabajador, la tierra es algo tan importante como el ser más querido de la familia. Romper ese vínculo sin previo análisis de las consecuencias negativas que traería consigo, ha sido, a mi entender; el error económico más grande que ha cometido la Revolución de 1959. El Delirio y La Ideal: pastizales y cañaverales, son hoy un inmenso campo verde donde el marabú se lo ha tragado todo. Los cayos de monte fueron saqueados y arrasados, los palmares destruidos, los animales aniquilados. Y así fue como sucedió con todas las haciendas del país, productivas o no: se confiscaron sin estudiar con prudencia la desastrosa derivación económica que traería consigo. Con mejor acierto, los países del ALBA se han cuidado mucho de cometer estos garrafales errores.
Por eso nunca podré olvidar aquella mañana del día cuatro de octubre cuando mamá le comunicó a mi padre que Chilí Tejeda lo estaba esperando en el comedor y él, haciendo un esfuerzo supremo, se levantó de la silla de mimbre –en la que ahora estoy sentado escribiendo estas remembranzas –para ir a recibirlo. Era costumbre entre ellos hacer liquidaciones semestrales, pues nuestros empleados siempre tenían sus dineritos ahorrados.
Pero ese día Chilí Tejeda llegó vestido con su camisa de manga corta, de bolsillo sin tapa; la cabeza descubierta, carente del sombrero que solo suprimía cuando iba a salir para alguna diligencia importante; serio como siempre. Mi padre, todavía a diez pasos de él, con un nudo en la garganta casi le grita:
–¡Coño, Chilí! Si vienes a liquidar cuentas hoy, debes saber que no puedo hacerlo, porque desde ayer me han dejado sin nada. Soy un hombre que no tiene ni cien pesos de qué disponer.
Y era cierto. El cheque de la procesadora que compraba la leche, liquidaba los día cinco de cada mes el acumulado del mes anterior. Mi padre estaba acostumbrado a esperar ese pago y a veces se excedía en gastos que lo traían al día con el dinero. Su cartera, según supe después, no reunía ni veinte pesos siquiera.
Y fue así como Chilí Tejeda se abalanzó sobre él sacando una libretita de su bolsillo y también gritando:
–¡Carajo, Armando! Yo no he venido aquí a buscar dinero. He venido a poner en sus manos mi libreta de ahorro para que usted tome de allí lo que necesite.
Y se abrazaron llorando a lágrima viva, como dos hermanos a quienes le han asesinado a su madre.
Cuando mi padre murió casi veinte años después, fue Chilí Tejeda quien custodió la mansión de El Delirio mientras yo me ocupaba de la hospitalización y los funerales. Tres días con tres noches, sentado en el portal de mi casa pasó ese hombre, ya viejo, sin dormir y sin comer, cuidando de la casa que había sido de su patrón y de su amigo.
También un día como hoy, exactamente 23 años después de aquel amanecer fatídico, nacería mi primer varón, quien lleva los nombres y apellido de mi progenitor.
Pedro Armando Junco
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Hermano,tú blog cada vez va mucho mejor,este último impresiona...Ya está
ResponderEliminarpuesto en facebook con un pequeño comentario d mi parte para q sepan quien eres
y donde estás...Te dejé un comentario antes q saliera este último,¿lo
viste?,no creo pq aunque me dejó ponerlo cuando lo puse me sacó una nota q
decía mas o menos q estaba listo para revisar y para su aprobación...¡¡¡Ya
sabes!!!.Un abrazo,saludos a todos.Luis.