miércoles, 18 de julio de 2012

La Programación



Hacia el más allá la vista nos está cerrada: insensato es quien dirige hacia allí los ojos pestañeando, quien imagina encontrar su igual más arriba de las nubes.
Fausto. Goethe

Todo está programado en los seres vivos. Desde la más pequeña de las plantas hasta el más corpulento de los animales, vivimos proyectados hacia un objetivo.
Al jugoso fruto del árbol le han colocado dentro una semilla dura, imposible de digerir por los jugos gástricos, de sabor desagradable al paladar y muchas veces venenosa, para que los animales –entre ellos nosotros –aprovechemos su manjar y luego tiremos lejos la semilla “inútil”. Ante la imposibilidad de traslación y manejo, esta es su inteligente manera de proliferar su variedad. Todavía los científicos buscan el cerebro que ordena esas astucias del árbol.
En el reino animal se observa con más refulgencia esta programación. Al nacer, todos los mamíferos traen consigo, activada, la función de succionar; por no mencionar otras mucho más vitales como la de respirar por las fosas nasales, lo que no hacían dentro del vientre de su madre hasta el momento de salir al exterior.  Y respecto a la reproducción de la especie, el placer del sexo conlleva al acto que involuntariamente fecunda y reproduce. ¿Por qué la embriaguez sexual? No encuentro otra explicación que la de hallarse programado el organismo para considerar un extremado goce de las señales nerviosas que invitan, como una droga natural, a realizar el coito. ¿Y el dolor del parto? Ya fecundada la hembra tiene que traer al mundo su criatura, por lo tanto, el placer estaría fuera de lugar como objetivo y entonces se le cobra, con dolorosos momentos, la delicia otorgada el día de la fecundación: quizás una burla –¿quién sabe? –o una advertencia para el próximo acto.
No obstante, en el mundo de los insectos las maneras reproductivas tienen características muy diferentes, que ponen en contrapunteo la lógica de este discurso. En las abejas, por ejemplo, solo procrea la reina, que es fecundada en las alturas por el más capaz de la bandada de zánganos que la persiguió para el acto a la más difícil altura. Mi pregunta ahora es: ¿conocía el zángano que luego de su apareamiento con la reina le tocaba morir? Puede haber sido programado como nosotros para apetecer el sexo y, malignamente engañado en el resultado final de su propósito. En las arañas sucede algo parecido cuando la hembra, luego de asistir al tálamo nupcial se alimenta de su amante, pero caben también las mismas interrogantes que con respecto al reino de las abejas.
Una de las más expositivas de todas estas programaciones es la del amor de la madre en el reino animal –en el caso humano, de ambos padres –hacia su hijo. La más inofensiva de las madres es capaz de llenarse de valor y enfrentar el mayor peligro, a riesgo de su vida, por salvar a su cría, poniendo de esta forma a prueba la prioridad de una programación sobre otra, ya que también nacemos programados para la supervivencia.
El amor de nuestros padres hacia nosotros debería ser la causa para otorgarles la reciprocidad y prioridad que merecen; sin embargo, el amor hacia nuestros hijos supera en mucho el que debemos a nuestros padres, aun cuando estemos convencidos de que la descendencia jamás remunerará tales expectativas. Todavía, cuando nuestros hijos nos repudian, nos causan daño, nos avergüenzan, continuamos amándolos. Esa es la manera más eficaz –en detrimento de la equidad y la justicia nuestra –de sostener en cadena una generación tras otra y mantener, eslabón por eslabón, un modo de protección hacia los que surgen. Hay algo dentro de nuestra conciencia, en lo más recóndito de nuestro cerebro –para los creyentes en lo más profundo del alma –, que no nos permite salir de esos cánones y nos obliga a sentir y actuar de tal manera. Eso también está programado.
 Pero la más espectacular de las programaciones es el temor a la muerte. Pocas veces nos preguntamos qué es la muerte, qué significa, qué hay detrás de ella. La humanidad ha encontrado en los filósofos antiguos vagas respuestas, atropelladas por un sinnúmero de mitos y leyendas[1]. Luego aparecerían religiones generosas que proponen creencias de reencarnaciones y existencias futuras después de la extinción del sujeto. A estas últimas se ha girado el mundo, porque su programación lo empuja a buscar un bálsamo ante lo inevitable.
Pocas veces queremos aceptar que luego de la muerte estaremos en el mismo estado en que estuvimos antes de nacer, porque la desintegración de la materia nos devuelve –más acertadamente: nos disuelve –al sitio del que salimos en el momento en que la materia de nuestro cuerpo comenzó a formarnos. Pocas veces miramos sin recelo la idea de que la muerte no duele; que aquello que duele son los últimos momentos de la vida, y que sería preferible en mucho, la muerte, a una supervivencia dolorosa y amarga. Sin esa preocupación por no caer en la no existencia, donde nada recordaremos y donde no habrá retorno, nos sería fácil ante cualquier dificultad que se nos presentara, acudir al suicidio. Sin embargo, es el miedo que nos corroe quien nos lo impide ejecutar y es, por lo tanto, la principal de todas las programaciones que cargamos.
Por más que nos lo imaginemos, no podemos formarnos una idea precisa del rostro y la figura y el tamaño de nuestro Programador. En su idea, el hombre ha inventado un sinnúmero de pinturas hipotéticas, creadas a capricho de filosofías y religiones.[2] Si las vacas tuvieran la facultad de discernir y hablar como nosotros, seguramente este programador tendría para ellas la figura del más hermoso de los toros. Pero nuestro programador no enseña el rostro.
En ocasiones nos parece que hasta nos desprecia y nos humilla; quizás ese sea su derecho por habernos creado. Previsor, nos limita el tiempo, el desarrollo y el espacio. Nuestra estancia individual en la tierra difícilmente perdura más de un siglo; la capacidad de nuestro cráneo no permite un volumen mayor de masa encefálica que seguramente nos daría más luz sobre lo existencial; y hasta en las más veloces formas de desplazamiento que pudiéramos utilizar pone reparos: la velocidad de la luz –máxima entre todas las posibilidades –, ataja a las más ambiciosas aspiraciones de acercarnos a él, porque ¿cómo podría llegar un hombre hasta una estrella doscientos años luz de distancia?  Nos mantiene encerrados en este pequeño mundo, como canarios cantores dentro de una jaula, sin que podamos salir al exterior con facilidad, y de lograrlo, ha dispuesto un espacio inhóspito en el mundo exterior que nos exterminaría de inmediato.
La fragilidad de nuestra especie nos la coloca a diario sobre el tapete. Cuanto más pretendemos desarrollarnos, más daños causamos al medio ambiente en que nos creó. Un pero tras otro, nos avisa que no nos salgamos de los límites para los que fuimos creados. Las grandes epidemias son el fuste con que castiga nuestras impertinencias y desatinos. Si envenenamos el mar de aire en que habitamos, dentro de pocos siglos nos convertiremos en despojos, pero la Tierra volverá a involucionar y quién sabe cuantos millones de años más tarde –pues el tiempo es suyo –, nuevamente dé vida a otros nuevos seres que seguramente serán muy diferentes de nosotros, porque el Programador continuará allí, sobre la eternidad del tiempo y del espacio, haciendo cuanto se le antoje.
Hoy conocemos que materia y energía son una misma cosa: formas elementales y únicas de todo lo que existe: lo demás es vacío infinito. Hoy conocemos también que la estructura de esa materia se hace funcional gracias a leyes físicas hechas, por supuesto, por el Programador. Lo que no hemos podido dilucidar es el milagro de lograr que la materia piense por sí misma. En el milagro de hacer que la materia piense está la certeza de una obra. Y toda obra tiene un creador.
El mundo le teme y le rinde sacrificios y pleitesía; y él, impávido, no tiende siquiera una sonrisa. Pero está allí, siempre atento, con su poder y su gloria inconmensurables, creándonos y destruyéndonos para un propósito que tampoco conocemos ni conoceremos. El nombre de ese programador es Dios.




[1] Diálogos de Platón: Fedón o del alma
[2] Génesis 1: 26

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