Cuando me dijeron que José María Vitier ofrecería un concierto en el teatro Principal de Camagüey, no dudé un momento en asistir a la presentación. No solo porque el teatro queda a dos cuadras de mi casa, sino porque la obra de este músico contemporáneo es exquisita, y goza, por demás, de la admiración de un público más allá de nuestras fronteras.
José María Vitier Marruz pertenece ya a la pléyade que, junto a Ernesto Lecuona, Ignacio Cervantes, Gonzalo Roig y tantos otros cubanos ilustrísimos, tardarán siglos en eclipsar sus composiciones.
Nunca lo había visto personalmente. Pero su obra me ha tocado siempre en el cine, en seriales televisivos, en multitud de aristas diferentes, donde seduce y contagia, donde hipnotiza y aquieta, donde nos traslada al mundo onírico de lo verdaderamente culto: esa que acomoda el espíritu y a la vez lo rebela contra las vulgaridades de nuestros días, porque José María sabe conjugar lo clásico con lo popular y lo sacro con lo irreverente, sin perder el sello de su legitimidad ni caer en el más natural desliz artístico.
Este domingo 16 de diciembre nos regaló Misa cubana, obra compuesta, aproximadamente, por una decena de composiciones que, unidas en el sincretismo más estrecho, arrancaron del público selecto y culto de la ciudad, aplausos y ovaciones. La música sacra, de elevadísimo contenido espiritual, fue alternándose en más de una ocasión con la eufonía autóctona de nuestro folklore campesino y popular, creando esa variabilidad estética que pocas veces acaricia nuestros oídos. Para el final y –dicho por él mismo –, fuera del contenido original de la función, tocó personalmente al piano una pieza de tradición africana para reafirmar así la condensación multirracial de nuestra cubanía.
Excelente el coro, sublime la orquesta, maravillosa la voz del tenor Augusto Enrique, cuyo do de pecho puso de pie al auditorio en elevada ovación, y las sonoras interpretaciones de la bella soprano Bárbara Yánez y de María Teresa Pérez, directora del coro asistente Ex audi.
Pero lo más admirable de José María Vitier es la sencillez de sus modales, su movilidad de adolescente, su perenne sonreír, su indumentaria, sus palabras sencillas y escuetas, pero fáciles y hermosas, como los versos que dedicó a las pinturas de una exposición que los viene acompañando durante toda la gira que –supongo –, pertenece a una persona muy allegada a su familia.
En esta gala el público asistente no aglutinaba al sector direccional de la provincia como he podido constatar en otras funciones del teatro Principal –edificio insigne de la cultura agramontina –. En esta ocasión asistió, preferentemente, la congregación católica camagüeyana. Estaban, por supuesto, monseñor Juan, obispo de Camagüey, varios sacerdotes y diáconos, así como una elite de la población laica de esta ciudad. No faltaron personalidades de la cultura y algunos artistas, en especial, musicólogos.
Conmovedor fue el espectáculo del gran artista cubano que realiza esta gira por las principales ciudades del país, cobrando una exigua entrada de cuarenta centavos per cápita. También conmovedor fue su agradecimiento al pueblo camagüeyano cuando, en realidad, es este quien le debe a él agradecimiento. Conmovedoras y quizás premonitorias las palabras de esperanza que nos dedicó al despedirse: …”la vida puede cambiar…”
Pedro Armando Junco
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