jueves, 21 de febrero de 2013

Por un consenso para la democracia[1]

            Hace solo unos días, me trajeron desde La Habana un folleto de publicaciones de Espacio Laical que recopila algunos de los más importantes trabajos de dicha revista católica. El amigo que me regaló tan preciado cuaderno me dijo:
–Lee y analiza el debate entre Julio César Guanche y Roberto Veiga sobre el futuro de Cuba luego de los Castro.
Y de hecho, hasta resulta interesante analizar por qué ha sido un tabú –y pienso que todavía lo es a pesar de las claras evidencias, ya que ambos lo dejan implícito en el debate,  pero no lo pronuncian –hablar sobre un futuro más allá de la existencia de Fidel y de Raúl Castro. Ha sido un tabú, como también lo ha sido separar la idea de fidelismo y Revolución, como sorpresivamente me acotó otro amigo intelectual en mi reciente viaje a La Habana (en La Habana hay muchas personas que piensan) al declararme con toda franqueza:
–Yo he sido siempre un convencido revolucionario, pero nunca he sido fidelista.

Hago este preámbulo porque quiero adentrarme luego en el debate de Guanche con Veiga sobre el porvenir de Cuba, y una especie de resumen muy explícito de monseñor Carlos Manuel de Céspedes, de si vale la pena o no, alcanzar una verdadera democracia.
En la controversia Veiga–Guanche se cae nuevamente en conceptos, ambivalentes para muchos, entre libertad y democracia, cuando en realidad un calificativo nada tiene que ver con el otro. Democracia no es más que el consenso de una mayoría, mientras que la libertad contiene el más bello abanico de las aspiraciones integrales de cada individuo. La primera complace solamente a la mayoría, la segunda se ocupa de todas las pretensiones honradas del ser humano único e irrepetible. La democracia puede enmascarar a la peor tiranía y negarse a desaparecer; la libertad, apenas sufre el menor descalabro, deja de existir.
Veiga no demora en plantear con palabras de algodón que “a una sociedad que cuenta con una sola agrupación puede resultarle difícil alcanzar la armonía de la diversidad”. Y párrafos más adelante agrega que “los motores del modelo asambleísta proponen un solo poder: el legislativo”. Pone suavemente el dedo en la primera llaga, pero concede una ficción que todos conocemos: no es el Legislativo quien gobierna y ha gobernado en Cuba desde el triunfo revolucionario de 1959, sino el Ejecutivo, en la persona de un solo individuo. Al legislativo cubano lo escoge con pinzas el Partido –que a fin de cuentas es el individuo que gobierna, algo así como el Espíritu Santo de Dios a nivel nacional –de tal manera que nunca en una votación de la Asamblea General aparece una abstención y ¡Dios lo libre! un voto en contra.
Sin embargo, Veiga reclama, dos párrafos más adelante “la necesaria libertad de prensa”. Hace hincapié en la deontológica urgencia del debate público y libre, porque “nuestras opiniones son capaces de liberar, de redimir, únicamente cuando tienen en cuenta la capacidad del otro”.  “La verdad debe ponerse en función de lo adecuado y por ello es ineludible brindársela a cada cual según su capacidad de captarla”.
Y concluye el destacado intelectual católico esta primera parte de su exposición:
Se hace imprescindible aspirar a instituir una sociedad cada vez mejor. Y esto es un reto que debemos asumir, porque la actual sociedad cubana carece de toda la claridad necesaria acerca de los fines a alcanzar, padece de un deterioro espiritual y material que puede resquebrajar la nación, y demanda mecanismos democráticos a la altura del momento presente, con el fin de revertir este peligroso estado de cosas.  

Sin dudas, Roberto Veiga es cuidadoso, al extremo de hacer concesiones gramaticales cuando habla del deterioro que puede resquebrajar la nación y suprime la palabra “más” que debió ir entre “resquebrajar” y “la nación”.

Es entonces cuando Julio César Guanche, marxista convencido, se pregunta: “¿Es rentable ser libres?” Y arremete contra la democracia capitalista echando a esta la culpa de todos los dolores y miserias del mundo actual. Pero lo peor de todo es que la funde arbitrariamente con el concepto de libertad. Si bien podemos estar de acuerdo en que la democracia no es el modelo perfecto y nunca el último peldaño a que pueda aspirar una sociedad, debemos considerar que la libertad sí es la máxima aspiración y ventura del ser humano. Si algo es innegable en el asunto que nos ocupa, es que en las sociedades falsamente llamadas democráticas, la libertad del individuo no aparece por ninguna parte.
Puede que, como Guanche muy bien señala, la democracia no haya servido para sacar a los pueblos de tantos males que enuncia detalladamente en un largo listado de padecimientos sufridos desde el mismo comienzo de la historia humana. Y puede aceptarse también, que es una falsa libertad aquella de sistemas capitalistas altamente “democráticos” donde el individuo se ve impelido a trabajar al servicio de otro ante la convicción de que, al no hacerlo, tendrá que irse a vivir debajo de un puente y morirse de hambre. Tales revelaciones del articulista son muy antiguas, tanto que fueron desmenuzadas por un norteamericano del siglo XIX a quien admiro muchísimo: Henry David Thoreau. Pero, ¿hay alguna diferencia en esa explotación del hombre por el hombre con la del hombre por el Estado de la burocracia?
No es por ello que la democracia sea tan inútil como tan mal empleada. Y todos aquellos males que enumera Guanche en casi una cuartilla de papel, los han padecido y padecen actualmente los pueblos con sistemas de gobierno antidemocráticos. Por lo tanto, los trastornos que él achaca a las democracias capitalistas –que son contra las que arremete: derechos ciudadanos, productividad económica, dependencia, etc. –aparecen multiplicados en regímenes totalitarios socialistas como, por ejemplo, la  República Democrática de Corea. El gran problema de la democracia no está en su esencia, sino en la mala utilización de su nombre para enmascarar la antidemocracia. Cuando se obliga a un pueblo a votar “democráticamente” o a salir en una manifestación política progubernamental por medio de la coacción de quedar “marcados”, temiendo perder el empleo o alguna prebenda que por insignificante que sea puede lesionarle su cotidiana subsistencia; cuando la amenaza blanca de cerrarle el camino del futuro, incluso a un miembro de su familia, se mantiene ostensible sobre el tapete, se está adulterando cruelmente el sentido de la democracia y echando por tierra la libertad individual. Aunque actualmente en nuestro país estas sinrazones parece que han sido eliminadas, todavía la ignorancia de la población conlleva al miedo y la autocensura.
El “termómetro” que puede ofrecernos mayor luz sobre la temperatura venturosa de los pueblos es la cuestión migratoria. Las masas poblacionales cuando se mueven de un lugar a otro, eliminan criterios ambivalentes sobre cuál de aquellos es el mejor. Y hasta donde yo conozco, la diáspora cubana es inexistente en Corea Democrática, Viet Nam, República Popular China y todos esos sistemas que se enorgullecen de ser “socialistas” y “democráticos”. De manera paradójica ante el concepto de Guanche, la diáspora cubana que ya envuelve a millones de seres humanos, radica mayoritariamente en Los Estados Unidos, España, Canadá, Italia, Alemania –inclusive Australia, a miles de millas de distancia –etc., etc., etc.; países que, según Guanche, “sufren” el más “cruel” “injusto” e “inhumano” capitalismo. Al respecto, se cuenta que nuestro Apóstol hizo referencia alguna vez a estos fenómenos migratorios diciendo que cuando un pueblo emigra los gobernantes sobran.
Por eso es que de poco sirve la democracia si no se sabe utilizarla. Por verdadera que esta sea, cuando los pueblos no tienen la capacidad de pensar profundamente, como también diría nuestro Apóstol alguna vez, no son más que rebaños. Y para pensar en comunidad hay que tener abiertas las puertas de los medios de comunicación como bien reclama Veiga. Cuando seamos ciudadanos cultos en totalidad, capaces de elucubrar soluciones políticas y sociales y tengamos, no solo libertad de expresión por todos los medios, sino también el complemento de adherirnos a una mayoría y disponer cómo y quiénes nos gobiernen, entonces será cuando podamos enorgullecernos de una auténtica democracia.  

En la réplica de Guanche a Veiga, acusa a este de utilizar “frases brumosas” sin tener en cuenta que su lenguaje cósmico es muchísimo más difícil de asimilar que el del propio Veiga. Pongamos un ejemplo:
      La ética propia de la democracia es la incertidumbre sobre el futuro. En cambio las certezas al uso, son casi siempre una amarga y corrosiva resignación: tener ante sí un curso heterorreglamentario, legislado por “otros” hacia el porvenir.

Y a partir de allí relata un sinnúmero de lagunas funestas existentes en los sistemas democráticos capitalistas latinoamericanos, para finalizar afirmando que solo Cuba ha logrado alcanzar las metas del milenio de la ONU. En mi modesto parecer, a Julio César Guanche, profesor universitario de marxismo, pero hombre joven nacido varios años después del triunfo revolucionario, lo está influenciando mucho el criterio de los redactores del periódico Granma y el Noticiero Nacional de la Televisión Cubana.
Luego propone para el futuro inmediato de nuestra patria una “democracia socialista”, también renombrada por él, de inmediato, “democracia radical”. Y hasta me da picazón esa palabrita radical que adiciona como al descuido, de la misma manera que el leninismo pretendió ablandar la dureza de “tiranía” llamando con justicia a su sistema como “dictadura del proletariado”. Lo peligroso de estos adjetivos adicionales es que dan cabida a que estas democracias socialistas –que muy bien enmarca Guanche como promotoras de una serie de bienestares, estatutos y posibilidades positivas, totalmente opuestas a las enumeraciones con que estigmatizó las democracias capitalistas –sean utilizadas en el futuro como bandera libertaria y populista por gobernantes poco escrupulosos para someter y esclavizar a la ciudadanía.

Continuará…

Pedro Armando Junco


[1] Suplemento de la revista Espacio Laical.

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