Otra vez el equipo cubano de béisbol
fue eliminado en el Clásico Mundial sin haber escalado siquiera los cuartos
de final. Otra vez la pasada gloria de campeones olímpicos y mundiales quedó
opacada ante los ojos incrédulos de los fanáticos cubanos. Ahora las especulaciones
más diversas, los criterios más insostenibles, el ambiente heterodoxo sobre la
pelota cubana –que bien podría utilizarse en discernir el porqué de otros
problemas de nuestra sociedad –, siempre dentro del ámbito autocensurado a que
se nos acostumbró desde hace decenios, hacen de las suyas.
Sin embargo, cuando suceden estos catastróficos reveses, no
importa en el campo que se desarrollen, lo más recomendable sería realizar un
análisis circunspecto, libre de apasionamientos y, sobre todo, desprendido de
hasta la más cándida reprensión, para hurgar profundamente en el asunto y poder
sacar en claro la causa del problema y su posible solución para el futuro.
Es por ello que se me ocurre –al margen de mi poco conocimiento
beisbolero –escribir este pequeño artículo, no importa algún amigo continúe
catalogándome de herético, porque me considero capaz de poder entrar en la
palestra pública sobre esta materia y hasta correr el riesgo de estar
equivocado. De hecho, uno de mis axiomas favoritos es que el que no se arriesga
nunca podrá aspirar al éxito.
Pues bien, lo cierto es que Holanda nos pateó el trasero. No sé de
dónde salieron tantos holandeses gigantescos y de piel oscura que, como
cíclopes africanos, nos dejaron con las babas al aire. Lo que sí me atrevo a
asegurar es que en estas lides, los que conformaron la nómina debieron estar
muy bien documentados como nativos de los Países Bajos o certificados de haber
nacido en alguna de sus colonias.
Pero, ¿por qué los comentaristas repiten a más no poder que
Holanda fue nuestro peor contrincante? ¿Es que de haber faltado Holanda el
camino hacia la victoria habría sido posible? Nada más iluso. Quedaban huesos
muy duros de roer, incluyendo a “nuestros más grandes enemigos”. En la pasada
contienda, en 18 entradas, Cuba no le pisó en home plate a Japón ni una sola vez. ¿No sería más sensato buscar el
carcinoma en otro sitio?
Hasta donde yo conozco sobre estos Clásicos Mundiales de Béisbol, los
países participantes –excluyendo a Cuba, por supuesto –reúnen a cada nacional,
no importa en el rincón del mundo donde radiquen, y lo invitan a defender los
colores de su pabellón. Los japoneses, por ejemplo, muchos de cuyos peloteros
nacionales trabajan en las grandes ligas norteamericanas, visten por esos días
el uniforme y la bandera del sol naciente. Y así, hasta Venezuela recolecta y
aglutina en un solo y compacto equipo a sus mejores atletas beisboleros regados
por el mundo. ¿No será esta una de las razones por las que nuestro equipo
nacional adolece de estelares –el caso del Duque, de Contreras, y decenas de
cubanos más, de primera línea –, de renombre internacional por sus éxitos en
las grandes ligas? ¡Ah, pero esos están catalogados como traidores a la patria!
Yo pienso que, luego de la apertura democrática que eliminó el permiso de
salida necesitado para que cualquier ciudadano del país montase en un avión
hacia el extranjero, es la hora de preguntar, ¿qué se está esperando para atraer
hacia el redil a nuestra diáspora deportiva? ¿Qué traición hicieron los
deportistas cuando solamente se fugaron porque no existían medios legales para
hacerlo? ¿Acaso alguno de ellos tramó atentados, puso bombas, asesinó un prójimo,
robó al feudo, se declaró públicamente enemigo de Cuba y de su pueblo? No
conozco un caso ni otra traición que haya sido abandonar la Isla –seguramente con un
dolor muy grande dentro del pecho –para sacar provecho de aquellas cualidades físicas
con que la Naturaleza
quiso premiarlo. Y hasta me atrevo a garantizar que en el caso de que Cuba los
solicite para defender nuestro pabellón, muy pocos –o quizás ninguno –se atreva
a rechazar la oferta y cumplir cabalmente su cometido.
De seguro este no es el único motivo del fracaso beisbolero de los
últimos días. Habría que tener en cuenta la contradicción que pueda existir entre
haber sido una gran estrella como atleta, y conseguir ser otra gran estrella
como director de equipo. Decía mi padre, al respecto de situaciones análogas,
que cada hombre es muy bueno solo para una cosa; que hasta en el Ejército unos
sirven para matar y otros para que los maten.
Se tendría que desinhibir también ese temor a que un pelotero de alto
nivel quiera desertar en suelo extranjero en busca de mejor nivel de vida para él
y su familia, y aplicar mayor énfasis en mejorarle ese nivel de vida aquí, brindándole
oportunidades de trabajo por contrato en ligas bien remuneradas fuera del país,
con entera libertad para quedarse allá definitivamente o regresar el día que le
parezca. Es mi criterio que, cuando el jugador maneje las dos prerrogativas,
raramente alguno escape definitivamente de la Patria.
No podemos descontar tampoco la poca experiencia de algunos noveles
jugadores del patio, ante el fogueo internacional al que están acostumbrados sus
rivales; ni comparar la libertad de movimiento de estos, con el asedio, enclaustramiento
y vigilancia que sufren los nacionales en sus topes fuera de la frontera patria.
Muchos más han de ser los factores que coadyuvan al deterioro histórico
de nuestro béisbol luego de una Revolución que lo antepuso a las demás
ramificaciones deportivas y lo llevó al lugar cimero mundial durante décadas.
Pero los tiempos cambian. El deporte amateur cayó en declive –desdichadamente –al
desaparecer el campo socialista en los países del este europeo, que fueron la
fuente de su resplandecimiento universal. Hoy, el idílico sueño del deporte por
sí mismo, como un escape espiritual y físico que se fusionan en el atleta en
representación de su Patria, ha dado paso al deporte como negocio, a la
explotación de las cualidades físicas del individuo y, aunque subsisten eventos
con emblemático carisma patriótico, como al que me refiero, en el substrato de
todos está implícito el interés monetario que, querámoslo o no, es quien mueve
al mundo.
Pedro
Armando Junco
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