miércoles, 27 de marzo de 2013

XIX Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica

Otra vez el Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica, en su XIX edición, nos invitó a disfrutar excelentes películas. Desde el 12 hasta el 16 de marzo, sesionó en diferentes lugares de la ciudad para discutir asuntos relacionados con el séptimo arte. A mí, en lo particular, me alegró muchísimo que estuviera dedicado este año al sobresaliente cineasta Alfred Hitchcock, mundialmente conocido como “el mago del suspenso”.
Durante todo el mes he visitado, casi a diario, la pantalla grande del cine Guerrero para ver, exactamente a la una de la tarde, una película de Hitchcock; así puede usted imaginar la alteración de mi sistema nervioso. Pero las estoy disfrutando a pulmón lleno, como cuando éramos niños y por solo una peseta asistíamos a las tandas de cualquiera de los once cines de la ciudad. Solo me entristece ver que, hoy que solo tenemos en Camagüey un cine de pantalla grande trabajando, apenas cuatro o seis personas asistimos a las funciones, y aquel mar de cómodas butacas permanece vacío (el Guerrero tiene capacidad para más de doscientas personas sentadas), como en lloro perenne por la ausencia de un público que antaño lo abarrotaba.
De Alfred Hitchcock, poco resta por decir a la crítica, pues su nombre, universalmente conocido dentro del ámbito al que pertenece, pudiera solo ser comparado con Shakespeare en la literatura, con Mozart en la música, con Miguel Ángel en la plástica. –Perdónenme las hipérboles aquellos que juzgan al pie de la letra los criterios ajenos –. Pero en Hitchcock hay material suficiente para aseverar que fue algo fuera de lo común, aunque algunos críticos lo consideran “un ingenio” y nunca “un genio”. Esa característica tan suya de aparecer en cada uno de sus filmes, aunque sea un instante, como poniendo el sello de su firma, es algo peculiar en su filmografía, a pesar de que llama mucho la atención de los espectadores que conocen del “gancho”, y les hace perder en ocasiones el hilo de la trama.
Sin embargo, lo que más me cautiva de su obra es que, a pesar de estar circunscripta a un género de terror, de misterio, de asesinatos en serie, los guiones de sus películas, en contraposición a la trama, son muchas veces ocurrentes e hilarantes; mueven a risas de tal manera que en ocasiones se escucha una carcajadas general en medio de la oscuridad del salón, como si pretendiera alcanzar un equilibrio emocional en el público. Él disfrutaba, al parecer, las exclamaciones del público espectador tanto en el clímax de terror como en la jocosidad de los parlamentos.
Mucho más podrá decirse siempre de Alfred Hitchcock. Su figura tiene una relevancia perdurable dentro del mundo del séptimo arte. Pero no quiero perder la oportunidad de apuntar algo sobre los estrenos que nos regaló el XIX Taller de la Crítica, ni olvidar mi agradecimiento para aquellos que hicieron de Camagüey por estos días, una pequeña Holliwood: Armando Pérez Padrón, Juan Antonio García, Luciano Castillo y otros muchos.

El estreno que más me impactó fue Se vende, del director y actor Jorge Perougurría. Pero no es fácil, luego de disfrutar la premier con sed de hilaridad realista, alcanzar todos los detalles de una película de meticulosa crítica incisiva, sin transigir a que escapen de la mano, como bandada de gorriones que rompen la jaula, un millar de detalles burlescos. Lo primero que sentí, como espectador, fue la alegría de ver cómo nuestro cine nacional se libera de la censura, rompe las cadenas de lo obsoletamente tradicional y nos brinda, aún dentro de un marco de humor negro, una pintura fresca de nuestra realidad actual. Luego sentí miedo: por el director Jorge Perougurría, no fuera a correr la misma suerte que, hace más de veinte años, el de Alicia en el pueblo de Maravillas.
Indiscutiblemente, SE VENDE es un filme que se enmarca perfectamente en el realismo mágico más atrevido y ocurrente, muy parecido al JUAN DE LOS MUERTOS del año pasado. Es como un cortaplumas que destaja, como una lima que saca a la luz el óxido viejo y sucio y lo pone de relieve, así de crudo, para echarles en la cara a quienes tienen la culpa, las torturas cotidianas que nos hicieron y nos hacen padecer.
Perdónenme la disertación, pero es necesario explicar que en el reducido espacio de mis trabajos sobre Un consenso para la democracia omití un comentario de Monseñor Carlos Manuel de Céspedes aparecido allí, en el cual él exhorta a la seriedad de exposiciones, a lo austero con que se deben regir los criterios de los intelectuales y artistas, al total abandono del choteo que es una característica muy cubana y a quien él achaca, según pude intuir, parte de nuestras desdichas. No lo dice explícitamente, es cierto, pero se puede entender entre líneas su rechazo a esta manera en que hoy por hoy se enmarca la crítica social más mordaz y aguda. Y de cierta manera, valga la redundancia, Monseñor está en lo cierto. Urge poner el dedo en la llaga con seriedad y precisión, y con muy buena voluntad, como corearon los ángeles desde el cielo ante el advenimiento de Nuestro Salvador. Pero, desgraciadamente para nosotros los cubanos, todavía la hora de la seriedad, al parecer, no ha tocado la puerta. Porque serio fue el proyecto La Patria es de todos auspiciada nada más y nada menos que por el hijo de Blas Roca Calderío y la respuesta obtenida fue ser encarcelarlo junto a sus compañeros. Muy serio concibió Oswaldo Payá Sardiñas el Proyecto Varela y la contestación se limitó al silencio y la reforma constitucional que dejó fuera el resquicio que permitía reformas fundamentales en la Carta Magna. Así que no ha quedado otra alternativa a los artistas e intelectuales dentro de Cuba que acudir al choteo: una persiana abierta a la crítica libre –o casi libre –sobre la acuciante problemática política y social embalsamada desde hace cinco décadas. Es por eso que nuestros escritores de cine y de televisión han tenido que acudir a programas humorísticos y filmes de humor negro, ficción macabra y realismo mágico, para exteriorizar el sentir de la población en la simbiosis de ellos como artistas.
Se vende  es la tragedia económica de una jovencita que ha quedado sola al fallecimiento de sus padres: una madre que le habla desde ultratumba y con franca lucidez le aconseja vender la cripta familiar para conseguir con qué alimentarse. Toca el director por enésima vez el problema burocrático a la hora de solicitar la exhumación de los cadáveres, que la obliga a realizar una operación “por la izquierda” mediante un equipo “multidisciplinario” de enterradores buscavidas. Está latente la macabra realidad del robo de cadáveres que hoy padece Cuba, profanación nunca antes registrada en aquellos años de religiosa ciudadanía, y por lo tanto no falta la irrespetuosa venta de los restos mortales de un ser humano.
El director del filme es muy meticuloso en los detalles. Hay que poner toda la atención para descubrir en lo más insignificante el picante que va esparciendo a lo largo de la cinta. Los diálogos aparentemente ingenuos traen sus mensajes; los cuadros de las paredes nos dirigen la idea a la postura del padre momificado y vestido como un viejo líder bolchevique, y hasta los pechos desvencijados de la muchacha quizás quieran contarnos el deterioro físico que sufren hoy nuestras jóvenes de precoz multiuso. 
Hay lugares comunes, es cierto. El chiste del policía oriental es manual gastado, pero es la burla a la incultura del cuerpo policial que afecta a toda Cuba, aunque no comparto el señalamiento geográfico específico que se hace, ya que en cualquier lugar del país existen estos agentes ignorantes, y debe tenerse en cuenta que también es Oriente cuna de personas inteligentes y capaces como en lo más occidental de la isla. No debemos pasar por alto nuestra hermandad de cubanos.
Yo disfruté la película, tanto como el pasado año a Juan de los muertos.  Hay una incongruencia muy grande al final, cuando la protagonista es enterrada viva. Algunos de los que vieron el filme ese día no encuentran lógica en aquella escena “tomada por los pelos”.
–Nada la justifica –me comentó un amigo.
–Es un bache grande –aseguró otro.
Pero yo medité en la idea que pudo intuir el joven director que se juega el todo por el todo, y me hinqué en el diálogo. Entonces descubrí que puede estar la escena “tomada por los pelos”, pero el gritó de dolor de la muchacha es el grito de un pueblo que desea lo que con tanta pasión sale de los labios de la víctima un segundo antes de caer la cortina:
–¡Déjenme vivir!

Pedro Armando Junco


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