miércoles, 3 de abril de 2013

Viernes Santo


Por primera vez, desde hace más de medio siglo, el Estado cubano reconoce oficialmente el más luctuoso día de la fe cristiana y se le otorga libre. Es otra prueba más de que nuestro Gobierno está cambiando, paulatinamente, hacia lo más autóctono y tradicional de la idiosincrasia criolla. Es la declinación progresiva de una ideología atea que intentó arrancar del corazón popular sus creencias, sus mitos y sus tradiciones, imponiendo por la fuerza otra más moderna y más científica, basada solamente en objetividad ortodoxa, pero tan abstracta y fría que no llegó a madurar entre los cubanos.
Hoy todas las iglesias cristianas celebran la crucifixión de Jesús según sus diferentes rituales. Y hasta es paradójico que tantas religiones diferentes hayan sido capaces de fraccionar el cristianismo en diferentes pedazos, teniendo como base un mismo libro: la Sagrada Biblia.
Frente a mi casa se yergue la iglesia Santa Ana, primer iglesia de la ciudad con más de trescientos años de fundada. Allí fui bautizado como toda mi ascendencia paterna. Allí asiste mi hija menor como monaguillo muchas veces. Pero mi hija mayor pertenece a la congregación Bautista; y Luz, aquella ancianita de más de ochenta años que fue nuestra cocinera desde mi infancia y que hoy es como una segunda madre, milita en Los Testigos de Jehová. Todos afirman que solo ellos tienen la llave de la verdad y de la vida eterna.
Como si este fraccionamiento fuera poco, aquellas creencias traídas desde África hace cinco siglos por los esclavos, fusionadas con el cristianismo católico, se han adueñado de los santos católicos y de la virgencita de la Caridad, y colocado a gusto nombres autóctonos de sus lenguas.  
Todo esto es un proceso de evolución natural irreversible. Contra esto nada o muy poco se puede lograr. Muchos perciben la decadencia del cristianismo en los últimos siglos como fruto de los descubrimientos científicos que han puesto en jaque monolíticos preceptos bíblicos; aunque mi parecer es que la gran causa se debe a la fragmentación de sus seguidores. “Divide y vencerás” ha sido uno de los principales axiomas de Nicolás Maquiavelo. Y, como siempre sucede, aquellos que por exceso de celo cristiano promovieron la fragmentación, no consiguieron más que el peor de los daños.
La iglesia católica hace concesiones siempre que los descubrimientos de la ciencia muestran su objetividad, y los tiempos de Galileo frente a la Inquisición ya son pura historia. Hoy sus liturgias están dirigidas a lo más beneficioso que puede ofrecer una doctrina: proponer el orden, la paz, el perdón, el consuelo y el amor entre los unos y los otros, como Jesús enseñaba. Los otros dogmas también dirigen sus prédicas a sacar a flote lo mejor que cada ser humano lleva por dentro. A pesar de esa rivalidad que en el cotidiano enfrentamiento particular muchas veces encontramos en algún fanático y que hizo pensar al Apóstol que “para amar a Cristo, es necesario arrancarlo a las manos torpes de sus hijos”, no se transparenta en sus ceremonias ningún odio, sino el deseo de llevar adelante los más puros ideales de la fe cristiana. Y es por eso que también nuestro Apóstol, a pesar de la posición heterodoxa de su ideario, nos dejó escrito que “Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud”.
El advenimiento del nuevo papa Francisco I de origen latinoamericano, traerá nuevo impulso a la armonía de los pueblos de nuestro continente. De seguro la Iglesia jugará su papel conciliador entre los pueblos de América, no ya desde el Bravo hasta la Patagonia, sino desde Alaska a Tierra del Fuego. Esperemos que a nosotros, los cubanos, nos toque la suerte de vivir el momento en que nuestro presidente Raúl Castro y el presidente estadounidense Barack Obama se sienten a la mesa de conversaciones y se den la mano y no se diga más por ninguna parte que somos enemigos. Recemos por ello.
El cristianismo es para los creyentes y para los no creyentes, porque la mente humana fluctúa sus criterios según la época y los golpes que la vida les va proporcionando. Nadie debe decir “de esta agua no beberé”, hasta que no haya exhalado el último suspiro ante una doctrina que está abriendo sus puertas y ofreciendo su manto protector hasta el minuto final de la existencia. He allí la grandeza del cristianismo. Los desmañados que pretendieron alguna vez desarraigar de la mente humana el hálito religioso, fueron incapaces de prever los ligamentos del espíritu con la fe. Todos los hombres del mundo en todas las épocas, ante la magnitud de la Naturaleza han descubierto a Dios y, aun aquellos que lo niegan, ante el supremo momento de la vida, se doblegan y claman por Él. Si de una de esas vertientes surgió la religión hebrea y de ella el cristianismo, no se está caminando por sendas hostiles, ni veredas umbrías, sino por el único camino que ofrece una luz más allá de la muerte.

Pedro Armando Junco       

Hago público mi soneto El último milagro, declamado por mi hija Marieta el pasado Domingo de Resurrección en la sede del templo campestre de su congregación:

El último milagro

Con un beso comienza la perfidia
en la noche más negra de la historia.
No hay un crimen igual en la memoria,
ni ejemplo más fecundo de la insidia.

Lo coronan de espinas por envidia:
lo arrastran a la cruz como una escoria;
y muestra Satanás la más notoria
de sus posturas cuando al campo lidia.

Huyeron los que amó. Su cuerpo enjuto
señala del dolor todo su luto
y una lanza atraviesa su costado.

Culminadas la muerte y la tortura
se abre entonces la fértil sepultura
y aparece otra vez: RESUCITADO.


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