Deprimido hasta los talones me desperté el 2 de abril del presente año, al siguiente día de que anunciaran por el noticiero nacional de la televisión (NTV) la inauguración, por el señor Salvador Valdés Mesa –destacado miembro de la nomenclatura gubernamental –de un lujoso restaurante en la ciudad de Santa Clara. Tuve pesadillas por la noche y venían a mí, como fantasmas, las imágenes televisivas de la gala de inauguración donde hubo todo tipo de manifestaciones culturales: coros, bailes, canciones; y una elegancia estructural muy parecida a la de aquellos sitios que frecuentaban los grandes burgueses antes de 1959.
Al final del reportaje el periodista dijo muy en voz alta que ese
restaurante ofrecería sus servicios en moneda
libremente convertible. Lo dijo así, sin ambages, sin explicar que esa moneda
es la que no se le paga al trabajador cubano. Omitió que esa es la moneda de
los turistas extranjeros, la moneda a la que solo tiene acceso la alta
nomenclatura estatal –que de hecho ni siquiera la necesita, pues sus consumos
son liquidados por vías burocráticas –o los que reciben remesas del exterior, o
los que roban a manos llenas de las mil y una maneras posibles; pero nunca el
trabajador honrado, el profesional, el médico y la enfermera que nos atienden
precariamente pensando de qué manera llevarán el plato fuerte a su mesa
familiar a la hora de la comida, el maestro o la maestra de primaria que educa
a nuestros hijos, y el profesor que lo convierte en profesional; inclusive, los
trabajadores por cuenta propia que hoy atiborran a la sociedad y se devoran los
unos a los otros.
Pero lo que más dañó mi espíritu esa mañana fue la certidumbre del
rebaño del que nos alertó Martí[1]:
la actitud de aquella manada artística que –acaso porque en esa noche de
inauguración le proporcionaron un oscuro plato gratuito –, perteneciente de
seguro al grupo nuestro, a los de a pie, a los que no tenemos acceso honrado a
la “moneda de la virtud”, prestaron su arte para engalanar la noche inicial del
establecimiento, posiblemente ideando interiormente el procedimiento a seguir al
día siguiente para abandonar la
Isla lo antes posible. Y encontré una razón más al porqué de la
doble moral que nos denigra como seres humanos: la falta de autoestima de
aquellos que se prestan a celebrar las primicias de un restaurante que muy
difícilmente estará al alcance de su bolsillo, por no atreverse a decir: ¡No!
¡Conmigo no cuenten!
Me indignó, por último, la actitud cómplice de aquel periodista
que, probablemente lleno de conflictos y limitaciones como la mayoría de la
población cubana –a no ser un periodista de la elite –echa por tierra, a
despecho de su inteligencia, el prestigio ético de su futuro profesional al
obviar el detalle de este aparthei que sufre la población gracias
a la doble moneda: la de uso cotidiano que representa solo el 4% del valor de
la que verdaderamente sirve para entrar a un restaurante de lujo como ese.
Sé que la más común de las causas que promueven la idea del éxodo
en tantas personas es que, impedidas a desarrollar particularmente sus
talentos, castrada toda esperanza de crecimiento económico verdadero –sobre
todo en los jóvenes –, esquinadas a la mezquina existencia de una cuota de
alimentos miserable y un salario irrisorio, no perciben más elección a sus
aspiraciones de progresión que marcharse de Cuba para siempre, por carecer de la
honestidad necesaria para reclamar con dignidad sus derechos.
El cubano común, ese que forma parte de más del 50% de la
ciudadanía, ha caído en un limbo pernicioso que solo le permite distinguir el
día presente con sus avatares de supervivencia; se deja llevar por la corriente
con una máscara puesta, sin importarle comprometer su conducta ciudadana y
engrosar su ego, pues solo “lucha” en el estrecho presente de un día tras otro,
dentro de una sociedad donde no existe un resquicio legal que le permita
alcanzar la más insignificante de sus aspiraciones de crecimiento: todo está
dispuesto para que nadie consiga legalmente la más mínima riqueza económica. Y
es el caso de que en un país donde casi todo es ilícito y delictivo, el Estado
condesciende a las ilegalidades tras bambalinas, porque bien conoce que de hacer
uso irrestricto de las leyes para evitarlas, causaría la parálisis y el caos
social de inmediato.
Y a partir de aquí, al pueblo cubano solo quedan cuatro senderos a
escoger: o alcanza el escaño de vincularse a la nomenclatura dirigente, o se
convierte en delictuoso, o se marcha de la Patria. La cuarta opción, a la
que pertenece el grupo más reducido es la determinación a nunca emigrar, pero
resistir contra viento y marea las injusticias sociales con la frente en alto,
en clara determinación de exigir los cambios sustanciales por el derecho de
pertenencia a la Patria
de todos y para el bien de todos.
Supe entonces que algunos por ignorancia y muchos por temor solo encuentran
salida bajando la testuz como corderos de una inmensa manada o emigrando a
cualquier otro sitio del mundo, porque la dirigencia de este país no es una
facultad a la que pueda aplicarse y con facilidad ser aceptado. Y concluí que
solamente un milagro de Dios puede encauzar a la gran masa poblacional de la nación
cubana.
Pedro
Armando Junco
[1] Hombre
es quien estudia las raíces de las cosas. Lo otro es rebaño, que se pasa la
vida pastando ricamente y balándole a las novias, y a la hora del viento sale
perdido por la polvareda, con el sombrero de alas pulidas al cogote, y los
puños galanes a los tobillos, y mueren revueltos en la tempestad.
Obras completas, tomo 2, pg. 377.
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