lunes, 6 de mayo de 2013

Literatos cubanos de mi preferencia

Alguien me preguntó quién era el mejor escritor contemporáneo de Cuba. Le respondí que para determinar cuál es el mejor, habría que analizar una serie de elementos, tan esenciales en el vasto horizonte de la literatura, que hasta para el más erudito resultaría difícil precisar.
Entonces me aflojó la pregunta: quién era –o quiénes eran –para mí los contemporáneos cubanos de mi preferencia, y así pude señalar dos nombres, sin titubeos:
–Mis preferidos son Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura Fuentes.
–¿Por qué?
–Primero por valientes y por honestos. Porque cuando a todos los contemporáneos radicados en la Isla en los años 90 nos temblaban las piernas para criticar, y preferíamos el ostracismo antes que dibujar una falsa realidad de cómo vivíamos, ellos no tuvieron reparos en señalar las vicisitudes del cubano de a pie, que es mayoría poblacional, que subvive entre el desaliento, la corrupción y la inopia. Luego por cubanos. Porque radican en Cuba. Porque no le quisieron dar el gusto a aquellos que marginan a los que salen del redil y le brindan como única posibilidad el exilio, de marcharse de su Tierra. Por último, por buenos literatos. Porque hoy son reconocidos y aclamados en el mundo intelectual más allá de nuestras fronteras. Porque sus obras están enriquecidas de estilo propio, de arte narrativo, de valores humanos, tres condiciones indispensables para un buen escritor.

Pedro Juan, con aquellas cuarenta semblanzas de su Trilogía sucia de La Habana rasgó la cortina del miedo y mostró al mundo la monstruosa realidad del Período Especial en los años noventa. Se atrevió a ir todavía más allá en su literatura y se convirtió en el mayor representante de un estilo crudo, hoy llamado “realismo sucio” por los académicos que ven descubiertas en sus narraciones las más secretas escenas de sus propias vidas al sumergirse en lo más privado de cada individuo que desnuda por completo. A partir de allí Pedro Juan ha venido dejando para la historia que leerán futuras generaciones, los más enrevesados y deprimentes sucesos del cotidiano vivir del pueblo cubano humilde y contemporáneo. Ha sabido penetrar una realidad que pocos aciertan a conocer, y que es la razón por la cual las masas más empobrecidas son proclives a la obediencia servil como lo describe en solo unas palabras en su novela El Rey de La Habana:

El pobre en un país pobre solo puede esperar a que el tiempo pase y le llegue su hora. Y en ese intermedio, desde que nace hasta que muere, lo mejor es tratar de no buscarse problemas.

Otro tanto puede señalarse de Leonardo Padura, el hombre que creó un policía humano, de carne y hueso; no el autómata al que pretendieron enseñarnos a respetar. Sus novelas, menos obscenas que las de Pedro Juan, tampoco dejan escapar las miserias humanas de un pueblo invalidado de aspirar a una vida mejor más allá de sus jornadas laborales.  Véanse aquí dos fragmentos de su novela Vientos de cuaresma:


Después de tantos años trabajando como policía, se había acostumbrado a ver a las personas como casos posibles en cuyas existencias y miserias tendría que escarbar alguna vez, como un ave carroñera, y destapar toneladas de odio, miedo, envidia e insatisfacciones en ebullición. Ninguna de las gentes que iba conociendo en cada caso que investigaba era feliz, y aquella ausencia de infelicidad que también alcanzaba su propia vida, le resultaba ya una condena demasiado larga y agotadora. Después de todo, pensó, esto es simpático. Yo poniendo en orden la vida de la gente, ¿y la mía cómo la enderezo?

Al final de tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en una jinetera feroz, el hombre airado es un posible asesino, el joven petulante en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino, entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores que avanzan…

Mucho puede contarse aún de estos dos valientes escritores cubanos. Los hombres que, contra viento y marea, son capaces de escribir para la posteridad la realidad de su época a pesar de sentir sobre su cabeza la espada de Damocles de la censura, deben ser considerados también como héroes de la Patria. Llegue a ellos, pues, mi admiración y mi respeto.
Al cubano culto de hoy no deben faltar bajo la almohada la obra de estos dos prominentes contemporáneos nacionales. No importa haya que solicitar al extranjero, mediante algún amigo o familiar esos volúmenes, es indispensable leer esta literatura. No dejemos subir los colores al rostro por el lenguaje de Pedro Juan Gutiérrez, pues a fin de cuentas, verdaderamente “malas palabras” son el odio, la venganza, la traición, la ingratitud, la ambición, el desamor y la cobardía, entre muchas otras que enfrentamos en la calle diariamente. La literatura moderna adolece de la caballerosidad y pulcritud del lenguaje martiano. Es el cambio inevitable de época, la vuelta de la espiral social que todo lo vuelca. Y tenemos que asumirlo. Lo importante es hallar, aún dentro de cada estilo por sucio que nos parezca, los valores humanos que la obra encierra.
Tanto Pedro Juan Gutiérrez como Leonardo Padura Fuentes, están plantados ya en la mejor historiografía cubana del período que enlaza el final del siglo veinte y la primera mitad del siglo veintiuno. De eso, que a nadie le quepa la menor duda.

Pedro Armando Junco

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