lunes, 20 de mayo de 2013

Por un nuevo cine

Me resultó muy refrescante la opinión de Juan Antonio García Borrero (Juani) sobre la privatización de los cines; o sea, de los edificios que alguna vez constituyeron salas cinematográficas y luego fueron confiscados por el Estado y ahora son inmuebles muy cerca del “estado” de demolición. Claro que el lenguaje de mi amigo es sumamente cuidadoso, exonerando de responsabilidad a instituciones como el ICAIC, pero no por ello ha dejado de tocar una tecla –que en algún trabajo anterior dejé muy explícita –que puede resucitar en parte el deseo poblacional de salir por las noches de la casa, realizar vida social y asistir a disfrutar en pantalla grande una buena película.
Dice Juani:

Mi criterio personal es que los administradores ideales de esas salas serían los particulares. Sé que esto chocará a aquellos que han vivido la etapa de oro del ICAIC, con sus cines atendidos en términos de programación a lo largo y ancho del país. Y además, cada vez que se menciona la posibilidad de poner en manos de los privados los servicios que hasta ayer atendía el Estado, surge en algunos el horror (hay que decirlo por lo claro) de un posible enriquecimiento. A esos que se horrorizarían con esa posibilidad (que siendo una actividad honesta no veo por qué tendría que perturbar a nadie), le preguntaría si no le causa una similar conmoción moral ver cómo se ha llegado a legalizar la piratería concediendo patentes para vender productos audiovisuales de los cuales no se tiene ningún derecho, con la clara afectación de sus titulares. Esto me lleva a pensar que, efectivamente, cualquier paso que se dé en un futuro relacionado con el audiovisual en nuestro país, lo primero que necesita es un escenario de legalidad transparente, o dicho también por lo claro, una ley del audiovisual que proteja a productores y consumidores. 
Nada volverá a ser como antes. Eso es cierto. Los medios audiovisuales están ahora dentro de los hogares y aquellas películas de cuatro o cinco rollos, que cada uno de ellos pesaba veinte libras y necesitaba un gigantesco aparato que los echara a rodar, se ha simplificado a escala de mil a uno. Además, esta nueva modalidad audiovisual tiene a su favor que se puede escoger el filme que más guste, copiarlo en el ordenador, multiplicarlo en discos y memorias flash y llevarlo a ver al rincón más remoto de nuestra geografía. El mundo moderno sufre el daño económico de la piratería, perjuicio que no excluye al área capitalista, quien también lucha contra ella, infructuosamente, a brazo partido. No queda otro remedio que buscar alternativas y soportar su ineludible carga, como la medicina actual se resigna a soportar el SIDA y nosotros los cubanos a convivir con el dengue y tal vez el cólera.
Pero tampoco podemos abandonar la plaza y darnos por vencidos. No hay por qué olvidar que los “particulares” tienen cerebros generadores de ideas maravillosas y quiméricas, listos a poner a prueba su entelequia siempre que por medio se vislumbre una buena ganancia. El primer error generacional de nuestro sistema fue no tener en cuenta este detalle.
Lo primero en que habrán de fijarse los nuevos “administradores” particulares es en cómo los viejos capitalistas de ayer atraían hasta sus locales a la ciudadanía con películas de gran calidad, muy bien promocionadas gracias al expendio gratuito de programas semanales y grandes afiches en el lobby del inmueble –recuerdo aquellas fotos grandísimas y a todo color con la imagen de Gina Lollobrígida en Salomón y la reina de Saba –, precios y horarios asequibles a la mayoría, comodidad en el mobiliario –antes llamado confort –, atención distinguida y respetuosa al cliente, facilidad para un refrigerio, etc., etc., etc. Todos esos pequeños detalles de los que se olvidó por completo el Estado cubano a la hora de asumir el rol de dueño de las salas de proyección. Por último no se debe olvidar que los cines de Camagüey, a pesar de pertenecer a diferentes propietarios, conformaban algo así como un gremio, pues hasta se rotaban las películas y se promovían en conjunto mediante sus volantes gratuitos semanales. Aquel ciudadano que vivía en la periferia podía esperar que la película deseada fuera exhibida en el salón más cercano y no tenía siquiera que alejarse demasiado de su casa.
Pienso que otro aspecto muy importante para alcanzar el éxito es la descentralización de las ofertas. ¡Claro que la pornografía debe continuar fuera de lugar! Y como ella otras vertientes que inciten, sobre todo en la juventud, a distorsionados caminos. No olvidemos tampoco que en la sociedad actual, a veces se promocionan tendencias sodomitas que pueden resultar tan perjudiciales como la porno. A lo que me refiero en concreto es en que habría que dejar al dueño del cine –“al particular”, como dice Juani –a que elucubre, rastree y fomente qué es lo bueno y además gustoso a la población. Si ha de institucionalizarse un organismo rector que garantice la legalidad, la participación culta, una proyección más amplia del cine nacional, que lo haga; pero que lo haga tras bastidores, casi al margen del propio desarrollo, porque la privatización irá girando el ejercicio libre del particular. Uno de los peores daños que hemos sufrido a lo largo de muchos años es la imposición: en la música radio difusiva, por ejemplo, escuché hablar de un 70 % de música cubana obligatoria en los programas que salieran al aire. ¿Por qué? ¿Por qué se tiene que ver, que escuchar y que comer lo que a otro, como padre autoritario, le parece “idóneo” para el pueblo? ¿Y nuestras preferencias, qué? Ábranse las compuertas de la represa y las aguas solas tomarán el cauce conveniente.
Aledaño a mi casa están los restos del Cine América. Recuerdo perfectamente la imagen del lobby con la variedad de afiches de las películas en exhibición, y en el ala derecha del mismo, el merendero-bar de Romero, que ofertaba sandwich “medianoche” que mi estómago no era capaz de almacenar en su conjunto; maltas Hatuey a 15 centavos, variada cantidad de refrescos desde Piñita Pijuán hasta la gigantesca Materva, todos a cinco centavos solamente. No olvido la tablilla con decenas de revistas SEA, allá conocidas como comic book y acá por nosotros como “muñequitos”, con esos personajes que llegábamos a amar y hasta a creer verdaderos en nuestras mentalidades infantiles: Tarzán, Roy Rogers, Gene Austri, Supermán, Batman, El Llanero Solitario y tantos otros que, además, podíamos disfrutar en las tantas fílmicas de los domingos. Ya dentro de la sala de proyección, antes de comenzar la película que íbamos a ver, nos presentaban los “avances” de la que estrenarían próximamente.
Yo nunca vi la cara al dueño del cine. Pero hubo ocasiones en que, por falta de la peseta, nos dejaban pasar gratis al salón. Sin embargo, un día todo fue confiscado. Alguien aseguraba que los comic books enervaban el cerebro de los futuros hombres de la Patria, porque Supermán y los demás héroes de ficción eran la diabólica manera de introducir el diversionismo ideológico y la idea del sometimiento a hombres superiores. Y nunca más supimos de Tarzán y de mi tan querido Llanero Solitario con el que me identificaba y me sentía impelido a imitar. Y como yo, todos los niños del barrio. Cada uno con su héroe. El de mi primo Periquín era Roy Roger. Ahora teníamos que admirar a los héroes de carne y hueso que teníamos al alcance de la mano. Y sucedió que los hijos y nietos de aquellos que constituyeron la mitad de mi generación continúan disfrutando los “comic books”…, aunque en diferentes sitios del planeta.
Pienso que algo se pueda hacer todavía para que la ciudadanía acuda a disfrutar de la pantalla grande. Pero hay que reestructurar una cultura que fue volcada en ángulo de 180 grados y eso es una tarea ciclópea. Es un reto difícil, pero valdría la pena asumirlo. Mi criterio ha de ser el mismo que planteo para todas las vertientes de la sociedad: libertad de ideas y de acción; facilidad y apoyo a las propuestas particulares por parte del Estado. Así de sencillo.
Pedro Armando Junco


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