jueves, 27 de junio de 2013

Naturaleza viva



Se me han presentado problemas con mi máquina. Problemas difíciles y costosos. Es posible que esté varios días sin ella y esto me ha impedido colgar esta semana el acostumbrado trabajo. Precisamente, la PC se rompió cuando escribía un artículo sobre una importante conferencia que el profesor de sicología Manuel Calviño impartió a los Jefes sobre el cambio de mentalidad. 
No puedo asegurar la reparación de mi máquina demore solo una o dos semanas; por lo que pido disculpas a quienes me siguen, con la garantía de que apenas logre repararla estaré nuevamente con ustedes.
En sustitución les envío este cuento de mi libro inédito "Tertulia con los fantasmas". Espero que lo disfruten. 
Muchas gracias.



 Naturaleza viva
“¿Por qué temes morir con los carrillos cortados, si te sobra el dinero?” Así se dijo una y otra vez luego del primero de los anónimos. Y era cierto. “Cierto es que naciste pobre en un barrio marginado de esta gran ciudad, pero los hombres despuntan a los catorce años y se vuelven intrépidos y triunfan, o se resignan a la cotidianidad del vulgo y mueren de viejos tras una existencia llena de trabajos y privaciones. Pero tú no”. Eso se repitió mil veces sudorosas las manos, débiles las rodillas, pálido el rostro, mientras rasgaba aquel papel entre sus dedos.
Y edificó su castillo. Parecía una construcción del medioevo enclavada en la gran ciudad moderna; aunque en el mismo barrio marginal que lo dio a la luz. “Craso error, amigo mío, ese de creer invulnerable una vivienda”, le confió su arquitecto cuando el plano; pero él lo tiró a broma y le ironizó que sólo son caprichos del dinero.
Cuadraron el dibujo de una residencia monumental, con tres plantas de altura y un solo costado hacia la calle. Sin embargo, el arquitecto continuó mofándose el día que terminaron “la atalaya”, esa habitación más elevada que lo divisa todo desde su ventanillo estilo barbacana, por donde apenas cruzaría un reptil... De este modo construyó su casa: con mucho dinero; de corredor estrecho frente al muro, como adarve frontal, igual que en las tenebrosas épocas medievales, a despecho de la burla de sus constructores: en realidad una fortaleza casi inexpugnable. Nada mantendría comunicación con ella por tres de sus flancos, porque fue diseñada pared contra pared de otras mansiones formidables que la colindaban. Sólo uno de sus perfiles –el de la atalaya y el adarve –posibilitarían una eventual entrada, adusta y escabrosa, a pequeños roedores y felinos.
Pero sólo tenía naturaleza muerta en derredor y eso lo agobiaba.
Por primera vez en su vida se encontró seguro. A la hora de salir, sus matones. A la de dormir, sus candados. Y pasaron los años, mas no aquellos anónimos casi poéticos que le aparecían de vez en vez por debajo de la puerta, sobre el parabrisas de su automóvil o entre la papelera del buró. “Solamente amenazas, porque yo soy inmune a mis enemigos”, se daba ánimos.
Y dejó crecer un guayabo gigantesco en medio del patio interior, hasta que el follaje sobrepujara la tapia frontal del edificio, para obtener, al menos, una pizca de naturaleza viva al lado suyo. Plantado sobre un pozo ciego de cuando la colonia, el arbusto creció desmesuradamente y ofreció los frutos más exquisitos que pueda imaginarse. Con los años el tronco engrosó sobremanera, y su ramaje –familiar al güiro en ductilidad – se hizo cada vez más elástico y resistente.
No obstante, por allí recibió el primer atentado. Fue algunos días después de aquel anónimo, siempre imaginativo, firmado por El Tuerto: “Dos cachetes por un ojo”.
“Pero el maldito escapó por el mismo gajo que le sirvió de escala, ¡carajo! Porque apenas se percató de que yo cargaba la escopeta cerró la sevillana y, escurridizo como un mono, desapareció entre la enramada”, contó a las autoridades que indagaron el caso y señaló el guayabo con su dedo. Y no se habló más del suceso durante algunos años.
“Ahora quién escala la mata de guayabo todas las medias tardes es mi gatita blanca de ojos zarcos cuando viene a recoger su merienda”, cuenta a su amigo, sonriendo. Pero su amigo le pregunta qué cosa es ojo zarco y él ha tenido que explicarle que es cuando alguien tiene un ojo de un color y el otro blanco. Y siente de pronto un terror helado que lo invade por dentro. A pesar de esto continúa la historia de su gata, que “cuando cae al patio la presiento, amigo mío, porque a todo el árbol conmueve con su salto. No importa que me halle tendido encima de la cama: miro el guayabo estremecerse –porque gran parte del ramaje queda frente a la puerta de mi habitación –y es que llega mi gata. A las tres de la tarde, metódicamente, entra desde la calle a buscar su merienda. Mi guayabo sólo se estremece una vez al día, cuando mi gatita blanca de ojos zarcos salta desde sus ramas como si fuera un tigre”.
Dentro de seis semanas cumplirá 53 años. La pasividad de su existencia actual lo obliga a especular que un suceso inesperado está próximo a ocurrirle. Esa es la ley de las probabilidades. Jamás pensó llegar a vivir tanto. “Los hombres como yo mueren temprano. Quizás el éxito consiste en tantas medidas cautelares ante las amenazas de El Tuerto, como son estos balaustres protectores en los ventanales de mi habitación permanente; porque hasta la puerta de entrada, única vía de acceso a mi dormitorio, está resguardada por una cancela de acero”.
“Aunque a fin de cuentas yo no temo a la muerte, lo que no me deja descansar tranquilo es esa perenne advertencia de El Tuerto: “Dos cachetes por un ojo”. Porque no ha de ser nada agradable morir desangrado con los carrillos cercenados”.

Esta tarde, a las tres, no percibió estremecerse el guayabo gigante ante la liberación del peso de su gatita blanca. Extrañado apartó el periódico que estaba leyendo, calzó sus pantuflas y removió el pasante de la reja protectora de su cuarto de estar. Salió al patio interior con la pijama medio abotonada. Para sorpresa suya, al pie del árbol, sangrando por sus fosas nasales, yacía moribunda su gatita blanca de ojos zarcos. La tomó entre sus manos con tristeza y pensó otra vez en que la pasividad que envolvía su existencia actual le había estado anunciando premonitoriamente una desgracia: acababa de perder a la única criatura que lo visitaba a diario y que constituía, junto al guayabo descomunal, la otra naturaleza viva que acompañaba su vida ermitaña. Entró a su cuarto, se echó en la cama con los ojos nublados por la emoción y olvidado de cancelar la verja. Miró entonces hacia fuera, donde el patio interior, y descubrió con espanto el estremecimiento del guayabo.

Pedro Armando Junco

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