Para escribir sobre
Manuel Calviño hay que lavarse bien las manos primero, porque este señor goza
del respeto y la admiración de todo el pueblo cubano. Para aquellos que, lejos
de nuestra Patria, no han tenido oportunidad de conocerlo, solamente es necesario
ofrecer un dato esclarecedor: el profesor Manuel Calviño, desde hace quince o
veinte años, mantiene en el canal televisivo más importante del país un espacio
semanal de sicología en el que aborda los temas más disímiles y escabrosos de
la sociedad, sin que el interés de la población haya mermado un ápice.
A lo largo de estos
lustros, una teleaudiencia ilustrada ve y escucha a Calviño. Es como si en su
pequeño espacio se buscara el rayo de luz esclarecedor que no se vislumbra,
como aquellos que viven dentro de una caverna oscura, incómoda e intemporal. Y entonces
él, intelectual de altos quilates, aborda el tema de cualquier materia, no
importa cuál sea, “le busca la vuelta” a las interrogantes más peliagudas que
le llegan por correo, y explica con ilustraciones objetivas el meollo del
problema y la posible solución, hasta que al final concluye su alegato con una
frase que ya se ha hecho célebre entre los cubanos: ¡Vale la pena!
Y por una de esas
casualidades que nunca lo son, hace solo unos días un amigo llegó a mi casa con
una memoria flash en la mano:
–Ahí tienes –me dijo,
extendiéndome el aparatico –para que te diviertas.
Era una conferencia de
Manuel Calviño del pasado año en El
taller de preparación de Jefes y sus reservas.
Cuando abrí el video me
encontré de pronto con un Manuel Calviño físicamente agotado, más intranquilo,
algo diferente a como acostumbramos a verlo por la televisión; hasta algo
dubitativo al comienzo. Hay que reconocer que en los estudios televisivos antes
de que uno salga al aire lo peinan y maquillan, puesto que las luces del
estudio sacan hasta la última de nuestras arrugas; además, esos espacios
semanales se graban primero, y ante cada desliz se da regreso al casete y se
repite el parlamento. Pero, como –al parecer –el video fue tomado en vivo, en una
sala para amplio auditorio, lo noté bastante desaliñado.
Sin embargo, para una intervención
que duraría una hora y siete minutos, solo los primeros instantes le fueron difíciles;
porque apenas agarró al rábano por la punta volví a reconocer en él al Maestro
Mayor de la sicología cubana.
¿El tema a tratar? ¿El
tema a explicar a “Los Jefes”? ¡El tema que hasta hace muy poco tiempo fue tabú
en nuestro país! El cambio de mentalidad en el Partido y en la población en
general.
Según sus propias
palabras –también al parecer –a Calviño lo convocaron desde las más altas
esferas del Gobierno, como autoridad intelectual, para dar esa explicación a Los Jefes, puesto que cualquiera no
está capacitado para sacar punta con cuchillo de madera a un clavo de acero. Y esa es la tarea que le endilgaron al
“Profe”.
Antes de continuar
quiero hacer dos aclaraciones: primero, que las citas textuales de Calviño las
colocaré en negrita; segundo, que me disculpen el lenguaje un tanto disipado que
estoy utilizando en este artículo, sobre todo porque me gusta y porque es el
lenguaje asequible y hermosamente cubano que utilizó Calviño durante toda esa
conferencia, inclusive soltándose sus “coños”, sus trompetillas y hasta un poco
de chistecitos picantes que dejaron escuchar las hilarantes exclamaciones de
los allí presentes.
El Profe insistió desde el principio en lo que
dio en llamar la barrera sicológica que
impide modificaciones y cambio de mentalidad urgente e imprescindible
para sacar adelante a la sociedad cubana dentro del país. Aclaró muy bien que
la cuestión no radica en eliminar el Sistema actual igual a como quitaríamos la
batería inservible de nuestro automóvil para colocar otra, sino en adquirir conciencia de
los errores que se han venido cometiendo durante más de medio siglo, en tener el
valor, la honestidad necesaria, para hacer uso de una absoluta libertad de
criterio para admitirlos y erradicarlos desde las raíces.
Y allí está el quid del
asunto: para modificar esas medidas arcaicas y obsoletas es imprescindible modificar “ciertas” formas de pensar. Un
país que ha vivido más de cinco décadas bajo dictados estáticos, repitiendo
consignas igual a cotorras amaestradas, de momento se ve liberado de todas esas
ataduras y no es capaz de comprender que el nuevo Gobierno quiere, necesita y
exhorta a que aportemos ideas propias, conceptos independientes, productos de
la originalidad de cada ciudadano según sus necesidades y su medio le
proporcionen para la concepción.
El profesor asume que no
podemos continuar enquistados dentro del marco estrecho de un ideario que no ha
funcionado. Y es por eso que se impone el cambio de mentalidad: una mente libre
de trabazones preestablecidas y momificadas que hoy resultan irracionales.
¿Y a quién pide primero el
profesor Calviño el cambio de mentalidad? Pues nada más y nada menos que al
Partido: vanguardia y órgano rector de la sociedad cubana. A los jefes, a los
que tienen en sus manos el poder ejecutivo. Si ellos no cambian su mentalidad,
dice Calviño, ¿cómo el pueblo podría cambiarla?
Debo delimitar de estos
criterios del profesor a los que estoy haciendo referencia la siguiente concepción
totalmente mía: el pueblo sí tiene conciencia propia, el pueblo sí ha ejecutado
desde hace mucho tiempo un cambio de mentalidad muy amplio y diverso, pero
nunca ha encontrado en las esferas superiores oídos con cambios de mentalidad apropiado,
ni oportunidad de aglutinar ideas para ser expuestas; por eso se sumerge en el
ostracismo, en el comentario subterráneo, en la doble moral. De hecho, la
diáspora nacional, que hoy asciende a varios millones de cubanos, es la prueba
más objetiva que existe.
Pero uno de los más
acertados parlamentos del profesor Calviño en esta intervención fue aconsejar
el tratamiento a las nuevas situaciones
con mentalidad nueva. Porque si a las nuevas situaciones se las trata con
la vieja mentalidad, aparecerá de inmediato la resistencia al cambio. Y, aunque el profesor no hizo referencia al
olvidado experimento de final de los ochenta, no está de más recordar que
aquella “rectificación de errores” no pasó de ser más que mera retórica.
Tampoco Manuel Calviño
olvidó los escollos a superar. Hay uno de ellos en el que quiero detenerme un
poco: El miedo a los malos resultados. A
lo largo de mis pesquisas entre conocidos, amigos y familiares, he encontrado
muchas personas que –inclusive apáticos o contrarios al sistema social que hoy
gobierna –prefieren el status quo a
cualquier variante gubernamental, temerosas de que lo próximo sea peor a las
limitaciones sufridas hasta hoy. Incluso alguien me dijo alguna vez que “¿qué será de nosotros el día que no
tengamos una libreta de abastecimiento?”.
Y el otro escollo está
definido en dos citas suyas que encasillo a continuación: El hombre no vive como piensa, sino piensa como vive. Todo el que se
beneficia de una condición hará lo imposible porque esa condición no cambie. Fin
de las citas.
El resplandor de este
juicio es tan quemante como el sol de agosto a pleno mediodía. ¿Quiénes son los
que se benefician de la condición actual en que vivimos? ¿Qué les importa a
quienes tienen carros a su disposición que la gente ande a pie o en bicicleta
soltando los pulmones en la calle? ¿Qué les interesa a quienes viven bajo un
techo confortable que haya quienes tengan sus casas en estado ruinoso,
propensos a que un día cualquiera les caiga el techo encima? ¿Qué puede
preocuparles a aquellos que tienen solventadas todas sus necesidades hogareñas
por su cualidad de “cuadro”, la
insuficiencia de los salarios en relación con los precios cada vez más
distanciados estos de aquellos? ¿Qué pueda preocuparle la prohibición de
consumo de carne de res, mariscos y otros productos exportables al que tiene
acceso a ellos por diferentes vías?
Cuando habló el profesor
de descentralizar las responsabilidades,
de retomar una medida más colectiva,
obviamente se refirió a la intervención ciudadana en el manejo del gobierno
del país. No obstante, no pienso se haya referido a una intervención ciudadana
tan profunda como muchos quisieran, sino tan solo en las obras sociales que se
ejecutan, como pueden ser los arreglos de calles y carreteras, mantenimiento de
locales públicos, ejecución de obras nuevas, remozamientos a instituciones, ayuda
y materiales de construcción para aquellos que precisen arreglar sus casas, etc.
Pero seguramente la idea
del profesor también incluye la de abrir la economía, permitir al individuo
poner en práctica su entelequia en función de un mejoramiento propio, que a fin
de cuentas traerá como resultado el mejoramiento social. Si una familia abre un
taller en su casa y todos sus miembros toman parte activa en la función y el
desarrollo del negocio, no solo propicia el bienestar de su núcleo y el de todo
aquel que necesite sus servicios, sino que también libera de responsabilidad
económica al Estado. Eso sucedió en Cuba durante 400 años y de allí surgieron
pequeños, medianos y grandes capitales, pero la Revolución, de un solo
plumazo, arrasó con todos ellos, rompiendo así una cadena hereditaria de
riquezas que establecían la infraestructura fundamental de los servicios del
país.
Recientemente escuché
por la radio una medida que la actual presidenta de Brasil convocaba a referendo
una serie de disyuntivas con el propósito de que la mayoría de la población
ejerciera su derecho a votar por la que considerara más provechosa. ¡Bravo por
ella! No perdamos de vista que Brasil es un país con gobierno socialista, pero
votado democráticamente por el pueblo en elecciones sin subterfugios y con
total transparencia. Seguir su ejemplo –ejemplo absolutamente latinoamericano
–nos exonera de la crítica de aquellos, incluyendo a Calviño, que aseguran que
nada tenemos en común con Suiza.
A pesar de haberse promovido
la frase “el pueblo nunca se equivoca”, tomando
como referencia a nuestra ciudad, en ella se ejecutan las obras más
descabelladas y costosas a pesar de la desaprobación ciudadana –claro que si no
se le consulta al pueblo no pueden conocer la desaprobación popular –y se dejan
de ejecutar las que verdaderamente espera ansiosa la gente –en artículos
pasados me he referido a ellas en diversas ocasiones.
La
responsabilidad es siempre del que tiene que ejecutar la tarea dice
Calviño. Nos está planteando el detalle de la pertenencia. Al trabajador del
merendero que gana un salario fijo, le interesa más el pedazo de jamón que
puede sustraer del bocadito que vende, a que su cliente se vaya complacido. A
fin de cuentas su salario será el mismo. Y sin que lleguemos a tocar fondo en
el asunto, puedo asegurar que, aunque Calviño se cuidó mucho de decirlo, el
gran fracaso del comunismo a pesar de todas las cosas buenas y justas que pueda
tener –y que las tiene –, radica en la ausencia del propietario. Cuando toda la
amplia gama de los servicios del país se halla en posesión del Estado, cada
negocio, por pequeño que sea, necesita un administrador que contabilice, pero a
la vez un superior que controle a este administrador, otro que controle al que
controla, y así una cadena casi infinita de fiscalizadores que, a fin de cuentas,
dan al trasto con su función original y la mayoría solo se ocupa de ver como beneficia
directamente su bolsillo. Es allí donde aparecen los grandes dirigentes
burocráticos que se creen autorizados a disponer del erario público y que
tantas veces son sorprendidos con las manos en la masa algunos de ellos, sin
que por eso exista una inmensa mayoría que continúa impunemente su
descomposición. Y es entonces cuando el honrado trabajador que está mirando
aquel desenfreno se ve instigado, mitad por la necesidad y mitad por la falta
de ética que ve en quienes deben darle el ejemplo, a caer en las ilegalidades y
el desorden.
En ese cambio de
mentalidad que se propone habría que armar el rompecabezas de un sistema social
que se ocupe de garantizar apoyo a todo el que pretenda capitalizar, más que
mantener a raya al que capitaliza. Las normativas de freno a las grandes
ambiciones deben aparecer en el camino.
Estamos
saliendo de un momento histórico fundamental de la historia de nuestro país, dice el
profe Calviño. Y está en lo cierto. Lo que se deba hacer hay que hacerlo ahora,
no después que el barco se haya hundido. Aquellos que se aferran a posturas
momificadas como el no al cambio, la línea dura, la intransigencia absurda,
están cavando la tumba de la
Patria y por lo tanto, su propia tumba. En otra conferencia estelar
hace ya algunos años, le escuché decir con mucha seguridad a un economista de
apellido Triana que dentro de diez años
solo tendremos dos caminos a escoger: independencia o anexión.
Por supuesto, la mayoría
de los cubanos preferiríamos el primero de los dos caminos. Pero para mantener
la independencia de la Patria
hay que dejar a un lado el doble rasero (esta palabrita “rasero” es sumamente preferida en la nomenclatura del ámbito
diplomático y político del país), o lo que es lo mismo: la doble moral. Si la
solución del problema está en cambiar la mentalidad, cambiémosla de verdad, no
como cuando se habló de la rectificación
de los errores y todo siguió tal como estaba. Si hay que promover un giro,
que sea real, no importa sea de 90, 120 o 180 grados. Que me perdonen el
profesor Calviño y los que lo convocaron si no estoy al ciento por ciento de
acuerdo con sus planteamientos. Pero con toda sinceridad debo decirles que,
para mí, lo más importante es salvar la independencia de la Patria.
Pedro
Armando Junco
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