Desde que vi y escuché
el enrevesado discurso de Marino Murillo en la VIII Legislatura
de la Asamblea
Nacional, me percaté de que las finalidades del Ministerio de
Economía de nuestro país, respecto al pueblo, continúan siendo las mismas.
No voy a tocar
críticamente los pormenores del lenguaje técnico y oscuro que utilizó el
Ministro frente a cámaras y que, como cortina de humo perfumado, solo
comprensible a medias para una alta categoría intelectual, dejó en vilo y en
desconocimiento total a más de la mitad de nuestra población. Esto, desde el
punto de vista informativo, razón de ser de la teledifusión de ese programa,
deja mucho que desear ante una teleaudiencia ávida de soluciones y
prerrogativas económicas concretas, no importa el nivel cultural y de
instrucción de cada ciudadano. Luego, quizás con mayor disposición de tiempo,
retome el tema nuevamente.
Porque, a lo que
pretendo referirme ahora es a la visión futurista de ese Ministro que, desde
reiteradas ocasiones, no se cansa de repetir que en Cuba nadie podrá hacerse rico. Levanta un muro, o mejor:
una muralla inexpugnable que frena definitivamente la capacidad creadora de
cada individuo con aspiraciones de crecimiento. Declararle a un pueblo su
imposibilidad de enriquecimiento tiene mucho de afinidad con aquel concepto que
los esclavistas comunicaban a sus siervos, y me hace traer a colación la
conocida frase que coloca Dante en la barca de Caronte a los condenados al
Infierno: “Dejad toda esperanza”. Porque,
¿puede alguien sin esperanza de un futuro floreciente incentivar su amor al
trabajo y la creación?
Así que ese aforismo, en
boca del Ministro de Economía de un país, es la exposición más paradójica y
contraproducente que pueda escuchársele, puesto que su cimera posición al
frente del patrimonio nacional lo obliga e induce a procurarle la mayor riqueza
posible. ¿No es precisamente el exitoso fin de su ministerio crear riquezas?
¿Es que el ministro Murillo no ha leído nunca aquella carta que escribió Martí
al director de La Opinión Nacional
en 1881:“Para hacer
sólido al pueblo, hacerlo rico”. Y unas líneas más abajo: “Para
la edad moderna, hombres modernos”?
Porque si la piedra angular de su tesis es que la riqueza solo pertenece al
Estado para repartirla equitativamente en todo el pueblo, ¿hasta cuándo vivirán
unos cuantos amasando las comodidades y privilegios que pertenecen a todos y la
mayoría careciendo de ellos? Esa tesis es inaceptable en estos momentos, porque
el pueblo cubano de hoy no es el ingenuo pueblo del siglo pasado. A no ser que
parodiemos al Apóstol: “Para la edad moderna: burócratas, demagogos
y tiranos modernos”.
Si hemos aceptado el
socialismo como un sistema más justo que el capitalista, no echemos tierra
encima al más hermoso de sus designios, que es sacar al pueblo de la pobreza y
no el de llevar a todos hacia ella. Y la razón de ser de un funcionario
público, desde el último hasta el primero, ha de ser servir y no ser servido,
obedecer los designios del pueblo y no hacerse obedecer por el pueblo. Pienso
que no es necesario apuntalar estos conceptos con nuevas citas martianas,
porque hasta los niños las conocen.
El Ministerio de
Economía dirigido por Murillo cuenta con muchos tentáculos para atrapar el
dinero del pueblo. El primero de ellos es la ONAT.
Cierta vez escuché a unos cómicos decir al respecto de esta
ocurrente sigla: “La ONAT, que es peor que la OTAN”. Por fortuna
nuestros humoristas tienen luz verde para lanzar estos chistes inteligentes y
simpáticos.
La ONAT está
facultada para cargar con impuestos desproporcionados al trabajador por cuenta
propia. El ministerio de Murillo ideó, cuando el Estado no encontró más
alternativa que abrir trabajos privados para paliar un poco el desempleo y las
necesidades básicas de la población, una variante del estilo chino. Y aferrado
a su política de que nadie pueda llegar a enriquecerse, implantaron los
impuestos basándose en un supuesto éxito de funcionamiento en el negocio del
particular; esto es: bajo la suposición de que el determinado negocio obtenga
el máximo de ganancias según tiempo y espacio de servicios del mismo, obviando
totalmente las dificultades, contingencias y disfunciones que nunca dejan de
estar presentes en todo negocio. Al verse atrapado en tan altos impuestos, el
particular esquilmado encontró paliativo en esquilmar hacia abajo, trayendo
como resultado un alza de precios que, achacada a la ley de la oferta y la
demanda, tiene su génesis en el poco margen de utilidades que alcanza el
negocio, y da lugar no solo a la subida de los precios de sus mercancías, sino
a robar a sus consumidores.
Para ilustrar lo acabado
de exponer, me remito a una conversación que obtuve con un vendedor de carne de
cerdo en el más importante mercado particular de productos agrícolas de
Camagüey, popularmente conocido como “El Hueco”. Me contó el entrevistado que
el tributo a pagar por el alquiler de una estrecha casilla es de 500 pesos diarios.
Al conversar con otro de aquellos expendedores y sacar cuentas objetivas,
pregunté cual era la solución que habían “industriado” para obtener ganancias
en un día normal de ventas cuando apenas alcanzan las utilidades para solventar
el impuesto estatal. Sonrió y me dijo:
–Subiendo
el precio a la mercancía y vendiendo las libras con 12 onzas.
O sea: robando al
pueblo. Lo que he dado en llamar: antropofagia
colectiva: devorándonos los unos a los otros, mientras una ley de
embudo lleva limpio y fresco el dinero del pueblo a manos del Estado. Es así
como la población incauta solo encuentra culpable al que le roba directamente,
mientras exonera y le sonríe al que obliga a robar. Es así como el Ministerio
de Economía obtiene un crecimiento interno bruto (PIB) de más de un 2% al año.
Otro tentáculo del
Ministerio de Economía es el Comité de
Finanzas y Precios. Y este tentáculo aún se bifurca: un brazo arrollador es
la doble moneda que simplifica 25 veces el valor del salario de un trabajador
cubano; el otro es la sobrevaloración de los productos estatales, incluyendo
los de primera necesidad, excepto la mísera cuota alimentaria subsidiada por el
Estado para que la clase más baja de la sociedad no perezca de inanición
inmediata.
¿Puede solventar un
trabajador honrado la higiene de su familia cuando un cepillo y un tubo de
pasta dental, un jabón de baño y otro de
lavar cuestan a 10, 8, 11 y 6 pesos respectivamente: 35 pesos en total, si
solamente eso representa más del 10 % de su salario bruto durante un mes de
trabajo? Suponiendo que toda su familia se las arregle con eso durante los 30
largos días que tiene el mes, ¿qué le queda para comprar en las bodegas
estatales, de forma liberada, el embutido llamado “jamón viking” a 30 pesos, el
queso derretido a 18, el arroz a 5, el azúcar a 6 u 8 cada libra? ¿Y cómo
adquirir el litro de aceite vegetal, solo dispensado en las shoping a $2.40 en CUC, que es igual a
60 pesos normales? A ese trabajador solo quedan dos opciones a tomar: o se
adentra en el mundo de las ilegalidades o perece de hambre junto a su familia.
Pero aún queda un tercer
tentáculo a esgrimir que no surge precisamente de las oficinas del Ministerio
de Economía, pero que sí le sirve de báculo para su objetivo principal, que es
el de enriquecer al Estado: las prohibiciones y las multas. Los alimentos prohibidos son patrimonio
exclusivo del Estado como los venados del rey en la época de Robin Hood. Las multas no necesitan explicaciones.
Lo cierto es que un
grupo de personas favorecidas de acceso a medios alternativos de difusión no se cansan de dar la voz de
alerta ante el colapso que se avecina. El propio Presidente hubo de reconocer
la declinación moral de la población, aunque no se atrevió a profundizar en las
raíces causantes. Afortunadamente el calificativo de “gusano” no está a la
altura de estos tiempos y se utiliza muy poco, puesto que si así se les llamara
a los inconformes y a los que critican estos desafueros ministeriales, el
pueblo de Cuba hoy, en su mayoría, sería una gigantesca “gusanera”.
Amplia gama de
intelectuales, muchos de ellos marxistas, promueven el cambio de mentalidad
lanzado desde el buró presidencial, sobre todo a las altas esferas del Partido
y del Gobierno. Estos intelectuales son
la representación de la opinión pública del país, ahora llamada de forma más
bonita: esfera pública nacional; es la voz del pueblo descontento que no tiene
a otros que lo representen, ya que la prensa continúa parcializada con el
Estado.
Un sistema económico
cuyo interés es solo esquilmar al pueblo, nunca podrá justificarse como su
defensor. Sin embargo, todas las promesas de cambios permanecen congeladas y la
economía popular continúa en picada, sin que el murillo de Murillo y sus
acólitos se resquebraje y desaparezca pacíficamente, sin dañar a nadie,
parecido al que hace más de veinte años se desplomó allá por Europa.
Pedro
Armando Junco
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