lunes, 7 de octubre de 2013

La mayor pifia económica de la Revolución cubana

            Fue hace exactamente medio siglo, el día 3 de octubre de 1963, cuando la Revolución cubana cometió la pifia económica más grande de toda su historia.
Algunos días antes acuartelaron las milicias. Ya era historia el ataque a Playa Girón y la Crisis de los misiles. La Revolución llevaba casi cinco años en el poder y de forma vertiginosa se iban sucediendo cambios radicales en el país: fue en esa primera década revolucionaria cuando se realizó el aniquilamiento estructural de una República capitalista en la que habíamos vivido históricamente desde su comienzo en 1902. Fue la década del cambio de una moneda reconocida internacionalmente, por otra que no tiene valor alguno fuera de nuestra frontera y muy poco en la nuestra; fue la década de la apropiación por el Estado de las grandes compañías nacionales y transnacionales sin compensación alguna; fue la década de la Reforma Urbana, implementadora de una ley que solo permitía poseer una vivienda, sin derecho a venderla, mientras confiscaba las restantes; fue la década de la nacionalización de todo negocio particular por pequeño que fuese; la década de la nacionalización de la enseñanza; etc., etc.; fue la década de la muy prometida Reforma Agraria, colmada de esperanzas para el campesino rural desposeído. Y fue también, ¿por qué no decirlo?, la del primer éxodo masivo del pueblo cubano: la primera estampida de la nación: la partida de miles de familias por Camarioca, cuando todavía se cantaba con la ingenuidad del que va de paseo:

Con mi maleta en la mano
y un torniquete en la boca
yo me voy por Camarioca
aunque me digan gusano.

Cuba quedaría “virada al revés” en menos de diez años; a tal punto, que el premier soviético de entonces, Nikita Kruchev, comentaría entusiasmado que Fidel iba a pasos agigantados hacia el comunismo.
Pero hoy quiero hacer un paréntesis histórico por cumplirse 50 años de aquella confiscación que, en solo un día, monopolizó para el Estado todas las haciendas del país.
Aquella madrugada del 3 de octubre de 1963, muchos camiones fueron bajando, a la puerta de cada posesión –a lo largo y ancho de todo el territorio nacional –una pareja de milicianos con armas largas. La orden que traían era enfrentar directamente a cada propietario de finca rústica y comunicarle más o menos estas palabras:
–¡Su finca queda intervenida!
Esa era la orden. Esa era la frase aprendida como estribillo por aquellos hombres rústicos. Los milicianos, en su mayoría, era gente del pueblo pobre, inculto y marginado; estaban conmovidos por aquel vertiginoso cambio social que erradicaba instituciones de la alta sociedad burguesa, racistas algunas de ellas, y hechas a la medida del dinero de cada familia, a las que ellos no tenían acceso. Era la multitud proletaria de todos los pueblos y de todos los tiempos: el obrero y el campesino, deslumbrados por la promesa de una igualdad hacia arriba, donde nada tendrían que envidiar al patrono que lo exprimía con tanto trabajo.
Y se llevó a cabo la Reforma Agraria más radical que haya tenido lugar en nuestro continente: toda hacienda mayor de cinco caballerías de terreno quedaba ese día confiscada definitivamente por el Estado. No fue, como muchos han pretendido hacer creer, una “reforma” para igualar a cinco caballerías a todos los propietarios de fincas rústicas, y para entregar sus posesiones excedentes como usufructo a los campesinos sin tierra. Allí la propaganda oficialista ha mentido dos veces: porque toda finca que sobrepasase las cinco caballerías de terreno, así fuera en una fracción de más, era confiscada por completo, sin dejar al dueño ni siquiera la vivienda, si poseía, como casi todos, otra en la ciudad. Y junto a la vivienda, también le quitaban el carro, y la planta eléctrica, si estos equipos rendían alguna función en la hacienda incautada. Tampoco los terrenos nacionalizados fueron entregados a los desposeídos como se les prometió, sino convertidos en las llamadas “granjas del pueblo”, nombre más que eufemístico, lleno de cruel ironía, pues nunca el proletario campesino tuvo participación en ellas, a no ser como obrero asalariado de igual manera que antes lo fuera del patrono burgués.
Han transcurrido cincuenta largos años. De aquellas florecientes haciendas, muchas de ellas famosas por su elegancia, alta productividad y peculiares detalles, no queda nada más que el recuerdo. En las grandes fincas del Camagüey –entonces Ciego de Ávila era parte de esta provincia –pululaban los ganados de raza, de carne y de leche, según el objetivo de su dueño, aclimatados a nuestras tórridas temperaturas. Las fincas conservaban inmensos palmares y frutales, ricos en alimento para la cría de cerdos silvestres. Los cañaverales, cuidadosamente estructurados, cercados y cosechados, proporcionaban el máximo rendimiento según su capacidad. Era la riqueza acumulada durante cuatro siglos de infra estructuración, de una generación a otra.  
Pero ese día 3 de octubre de 1963 todo se fue a bolina. Luego de la confiscación hubo que buscar nuevos hombres para encabezar la administración de las nuevas granjas estatales y primó una sola condición: ser revolucionario. No importaba ese administrador concurriera completamente analfabeto y desconocedor del manejo de aquel emporio. Lo que importaba era su incondicionalidad a órdenes superiores. Y precisamente, desde el punto más alto de la pirámide direccional, comenzaron a bajar órdenes tan desatinadas como fue aquella de sustituir el ganado original de las haciendas, positivamente probado por sus antiguos dueños, por otras razas más productivas de leche, pero de pesebre en los países fríos; la erradicación de los palmares por una gigantesca brigada de desmonte con vista a novedosos cultivos y variedades en la caña de azúcar, e innumerables disposiciones más que es imposible enumerar en estas cuartillas.
Como resultado de tales medidas, la base económica rural se fue deteriorando. Año tras año hemos visto retroceder la productividad de aquellas fincas antes fructíferas a tope y desplomarse una infraestructura que durante décadas habían creado sus antiguos propietarios. Los grandes pastizales que alimentaban a millones de reses y los extendidos campos cañeros, cedieron paso al marabú hasta copar ahora tres cuartas partes del territorio nacional.
Al acabarse la riqueza material que ofrecía la productividad del suelo, escasearon los presupuestos para mantener caminos confortables, transporte necesario, alimentación adecuada, nivel de vida aceptable para todos, incluyendo aquellos mismos proletarios, esperanzados en vivir un poco mejor, que hoy llegaron a la vejez o la muerte, en idéntica o mayor miseria a la que sufrían antes de aquel 3 de octubre de 1963 cuando, con un rifle al hombro y grandes sueños en la frente, se pararon ante el patrono por primera vez y de tú a tú, pronunciaron la consabida frase que le ordenaron declamar.
Sin embargo, persiste un error mayor que haber destruido la economía cubana: es el error de no admitir el fracaso. Es ese empecinamiento en continuar fabricando fórmulas economicistas que el señor Murillo y su equipo imaginan a diario, cuando la más óptima fórmula de economía productiva, hasta hoy, ya está inventada –y no debe dar vergüenza el admitirlo –: es la economía capitalista, al margen de sus injustas composturas sociales. Ese vano intento por levantar las arcas de este país con trabajadores por cuenta propia –en léxico cubano posmoderno: cuentapropismo –es el que se erradicó de raíz en los años sesenta, cuando fueron nacionalizadas hasta las barberías y míseros locales de cualquier zapatero remendón. Ese vano intento por rescatar el 75% de las tierras perdidas en marabú con minifundios sin recursos, es la resultante de haber faltado a la promesa de entregar las parcelas ociosas a los campesinos sin tierra hace cincuenta años y haber apartado de la sociedad a los propietarios legítimos de capitales adquiridos honradamente por herencias, trabajo arduo y limitaciones sin nombre, familias aptas que fueron capaces de desarrollar riquezas propias, cuyas resultantes, a fin de cuenta, acrecentaban la riqueza nacional.
No obstante el disfrazado intento por volver atrás, estas nuevas fórmulas de apertura carecen de futuro mediato e inmediato debido a las limitaciones que arrastran, a los métodos restrictivos que llevan implícitas, a la idea –según muchos perversa –de mirar al pueblo de la misma forma a como los señores feudales de la Inglaterra medieval miraban a siervos y plebeyos, sin querer darse cuenta de que esta población que sufre y padece, sí sabe pensar y está cansada de engaños y de falsas promesas.
El día 3 de octubre de 1963 no se menciona jamás en las efemérides por los medios de prensa oficialista. Pero no es como para dudar que en un futuro no lejano se considere esta fecha como día de duelo nacional.

Pedro Armando Junco

3 comentarios:

  1. Un post de esos ke pasan desapercibidos aquí en Cuba pero que llevan mucho de verdad.

    ResponderEliminar
  2. Pura tonteria y nostalgia. Lo que pasó, pasó. El mundo hoy no es igual al de aquella epoca. Reconozcan el presunto error o no, tendran que adaptarese a la realidad mundial. El pueblo por su parte esta moviendo neuronas.

    ResponderEliminar
  3. Estas cosas q comentas van pasando,ahora son 50 años,después serán mas y el olvido caerá sobre esta atrocidad,por eso me maravilla tú artículo,se debería denunciar con mas intensidad para q las nuevas generaciones conozcan el origen ocasionado a este hermoso país por las mismas personas q aun lo dirigen,gracias junco.

    ResponderEliminar