jueves, 3 de abril de 2014

Peripecias de un día cualquiera



Esta mañana salí de mi casa con un listado de cuestiones a resolver en mi agenda. Siempre es igual. Los asuntos pasan de un día para otro y se acumulan y nunca podemos decir: “mañana es un día sin problemas a resolver, así que podremos escribir tranquilos”.
Cuando subí a la editorial, mi cheque estaba listo, pero la muchacha que lo entrega, muy preocupada me aconsejó:
–Ve a cobrarlo ahora mismo, porque ha salido una nueva resolución que prohíbe que en el texto del documento donde se indica la cantidad a cobrar, aparezca la palabra “pesos”. Y estos cheques fueron emitidos con anterioridad a esa resolución.
Salí volando de allí hacia el banco indicado. Mas de poco me sirvió el apremio, pues al intentar pasar al local, un custodio colocó su mano en mi pecho y espetó:
–No puede pasar, compañero. No estamos trabajando. Se fue la “corriente”.
No había electricidad en la calle República, el nuevo bulevar que estrenamos en el 500 Aniversario. Pero la gente llegaba, recibía el desplante, viraba la espalda y se iba, sin protestar siquiera. Hubo quien hizo un mohíno con la boca, pero nadie protestó: ¿para qué? Todos conocen que habría sido inútil elevar una crítica al pobre custodio que tiene la obligación de atajar a la gente como los peones de ganado atajan a las reses que intentan saltar la talanquera.
¿Es culpa del custodio, del empleado de la caja, del administrador del banco? ¡Claro que no! Si hurgáramos hasta la raíz de la cuestión aparecería un solo culpable: el Dueño de la ciudad.
Regresé a la casa bastante molesto. Fui a ducharme, pero no había agua. Se me había olvidado que en el Casco Histórico de Camagüey, donde acaba de celebrarse con bombos y platillos su 500 Aniversario, hace cuatro días que no entra agua y que los habitantes de esta zona privilegiada por los cinco siglos de existencia tienen que “inventar”, hacer maravillas del ahorro, comprar botellones de 20 litros a 3 pesos cada uno, o conseguir un camión-pipa por la izquierda, clandestinamente, al precio exorbitante de 100 billetes, para luego callar su infortunio, porque no conocen el nombre del dirigente a quien pueden encauzar una queja, porque no conocemos el nombre del Dueño de la ciudad.
Salí otra vez a realizar otras gestiones pendientes más allá del puente de La Caridad. Cuando iba cruzando frente a lo que fuera la casa de la familia Agramonte, hoy palacio de los matrimonios, iba a realizarse una boda. La gente curioseaba. Y yo pertenezco a esa gente y me detuve. Lo único que me diferenció de los otros mirones es que pensaba para qué se casan y gastan tanto dinero en esa fatuidad social, si al cabo de un tiempo, muchas veces demasiado corto, tienen que volver por allí, sufrir una cola y sacar el certificado de matrimonio que suscribieron aquel día, para divorciarse.
Cuando echan sobre la escalera de la entrada la enorme alfombra roja que llega hasta la calle, es porque están esperando el carro Ford del año 1926 que, adornado con globos de colores y cintas de terciopelo, pasea primeramente a la “afortunada” para luego desmontarla allí y entregarla al impaciente novio de traje, cuello y corbata.
En mi curiosidad me fui introduciendo entre los invitados, porque me llamó mucho la atención el novio en espera. Era un hombre añoso, blanco en canas, alto y rubicundo en extremo, que apenas hablaba español. Por fin pude indagar con una señora del séquito, que el hombre era canadiense. Cuando el Ford llegaba salí hasta la acera para ver a la novia de cerca. Era una de nuestras lindas jovencitas trigueñas, orgullo de la cubanía. Una de esas criaturas de apenas poco más de veinte años que tropezamos diariamente, aunque cada vez menos, caminando por nuestra amada ciudad. Estaba sonriente. Sus padres estaban sonrientes. El pequeño mulatico de unos cuatro años que la acompañaba con traje, cuello y corbata, también estaba sonriente y orgulloso de que su joven “mamita” dejara a su padre mulato y sin solvencia económica aquí en Cuba y marchara a Canadá casada con un extranjero que apenas conocía, para que más tarde pudiera reclamarlo y sacarlo a él, y de ser posible a sus abuelos. ¡Todos estaban contentos, felices! Que el nuevo esposo fuera tan longevo como su abuelito no era problema suyo, sino de su mamá que, seguramente, sabrá cómo resolverlo.
Yo no pude esperar el evento. La falta de agua y de electricidad que tan estoicamente había soportado, vinieron a mi memoria como el último copo de nieve que rompió la ramita del cuento. La concienciación de la poca autoestima del pueblo cubano común, la falta de ética de la gran mayoría del ciudadano de a pie que, acostumbrado ya a no tener voz ni voto, ni aspiraciones propias, se deja llevar por la corriente como la medusa marina, golpeó mi corazón. Me fui a la esquina más próxima y frente a una tapia me viré de espaldas a la calle. Entonces escuché cuando una mujer que pasaba le decía a su compañera:
–Mira, Josefa, ese hombre está llorando.

Pedro Armando Junco

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