Esta mañana salí de mi casa con un
listado de cuestiones a resolver en mi agenda. Siempre es igual. Los asuntos
pasan de un día para otro y se acumulan y nunca podemos decir: “mañana es un día sin problemas a resolver,
así que podremos escribir tranquilos”.
Cuando subí a la editorial, mi
cheque estaba listo, pero la muchacha que lo entrega, muy preocupada me
aconsejó:
–Ve a
cobrarlo ahora mismo, porque ha salido una nueva resolución que prohíbe que en
el texto del documento donde se indica la cantidad a cobrar, aparezca la
palabra “pesos”. Y estos cheques fueron emitidos con anterioridad a esa
resolución.
Salí volando de allí hacia el banco
indicado. Mas de poco me sirvió el apremio, pues al intentar pasar al local, un
custodio colocó su mano en mi pecho y espetó:
–No puede
pasar, compañero. No estamos trabajando. Se fue la “corriente”.
No había electricidad en la calle
República, el nuevo bulevar que estrenamos en el 500 Aniversario. Pero la gente llegaba, recibía el desplante,
viraba la espalda y se iba, sin protestar siquiera. Hubo quien hizo un mohíno
con la boca, pero nadie protestó: ¿para qué? Todos conocen que habría sido
inútil elevar una crítica al pobre custodio que tiene la obligación de atajar a
la gente como los peones de ganado atajan a las reses que intentan saltar la
talanquera.
¿Es culpa del custodio, del empleado
de la caja, del administrador del banco? ¡Claro que no! Si hurgáramos hasta la
raíz de la cuestión aparecería un solo culpable: el Dueño de la ciudad.
Regresé a la casa bastante molesto.
Fui a ducharme, pero no había agua. Se me había olvidado que en el Casco
Histórico de Camagüey, donde acaba de celebrarse con bombos y platillos su 500 Aniversario, hace cuatro días que no
entra agua y que los habitantes de esta zona privilegiada por los cinco siglos
de existencia tienen que “inventar”, hacer maravillas del ahorro, comprar
botellones de 20 litros
a 3 pesos cada uno, o conseguir un camión-pipa por la izquierda,
clandestinamente, al precio exorbitante de 100 billetes, para luego callar su
infortunio, porque no conocen el nombre del dirigente a quien pueden encauzar
una queja, porque no conocemos el nombre del Dueño de la ciudad.
Salí otra vez a realizar otras
gestiones pendientes más allá del puente de La Caridad. Cuando
iba cruzando frente a lo que fuera la casa de la familia Agramonte, hoy palacio
de los matrimonios, iba a realizarse una boda. La gente curioseaba.
Y yo pertenezco a esa gente y me detuve. Lo único que me diferenció de los
otros mirones es que pensaba para qué se casan y gastan tanto dinero en esa
fatuidad social, si al cabo de un tiempo, muchas veces demasiado corto, tienen
que volver por allí, sufrir una cola y sacar el certificado de matrimonio que
suscribieron aquel día, para divorciarse.
Cuando echan sobre la escalera de la
entrada la enorme alfombra roja que llega hasta la calle, es porque están
esperando el carro Ford del año 1926 que, adornado con globos de colores y
cintas de terciopelo, pasea primeramente a la “afortunada” para luego
desmontarla allí y entregarla al impaciente novio de traje, cuello y corbata.
En mi curiosidad me fui
introduciendo entre los invitados, porque me llamó mucho la atención el novio
en espera. Era un hombre añoso, blanco en canas, alto y rubicundo en extremo,
que apenas hablaba español. Por fin pude indagar con una señora del séquito,
que el hombre era canadiense. Cuando el Ford llegaba salí hasta la acera para
ver a la novia de cerca. Era una de nuestras lindas jovencitas trigueñas,
orgullo de la cubanía. Una de esas criaturas de apenas poco más de veinte años
que tropezamos diariamente, aunque cada vez menos, caminando por nuestra amada
ciudad. Estaba sonriente. Sus padres estaban sonrientes. El pequeño mulatico de
unos cuatro años que la acompañaba con traje, cuello y corbata, también estaba
sonriente y orgulloso de que su joven “mamita” dejara a su padre mulato y sin
solvencia económica aquí en Cuba y marchara a Canadá casada con un extranjero
que apenas conocía, para que más tarde pudiera reclamarlo y sacarlo a él, y de
ser posible a sus abuelos. ¡Todos estaban contentos, felices! Que el nuevo
esposo fuera tan longevo como su abuelito no era problema suyo, sino de su mamá
que, seguramente, sabrá cómo resolverlo.
Yo no pude esperar el evento. La
falta de agua y de electricidad que tan estoicamente había soportado, vinieron
a mi memoria como el último copo de nieve que rompió la ramita del cuento. La
concienciación de la poca autoestima del pueblo cubano común, la falta de ética
de la gran mayoría del ciudadano de a pie que, acostumbrado ya a no tener voz
ni voto, ni aspiraciones propias, se deja llevar por la corriente como la
medusa marina, golpeó mi corazón. Me fui a la esquina más próxima y frente a una
tapia me viré de espaldas a la calle. Entonces escuché cuando una mujer que
pasaba le decía a su compañera:
–Mira,
Josefa, ese hombre está llorando.
Pedro
Armando Junco
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