sábado, 24 de mayo de 2014

Un pedestal vacío

Recientemente se levantó un pedestal recubierto con lozas de mármol rosáceo, en la esquina donde convergen las calles General M. Gómez y Avellaneda. Era para erigir un busto de la poetisa principeña que, paralelamente a los 500 años de la ciudad, cumplía 200 años su natalicio. Pero una orden superior de última hora prohibió montar la escultura.

Es cierto que el 23 de febrero de 1814, nace en Santa María del Puerto del Príncipe la que sería poetisa insigne de las letras españolas en el siglo XIX. Hija de padre ibérico y madre criolla, la joven Tula radica en esta ciudad hasta los 22 años; luego, huérfana de padre y bajo la tutela de padrastro también español, parte definitivamente junto a su familia hacia la metrópoli.

Cuando a principios del siglo XX Cuba alcanza la independencia de España y nuestros mambises cambian el nombre a la ciudad por el de un cacique autóctono, ya Gertrudis Gómez de Avellaneda había muerto. Por eso sería erróneo manifestar que la Avellaneda es camagüeyana de nacimiento. Sin embargo, en el centenario de su natalicio y más acá del mismo, se le han tributado múltiples honores en esta ciudad y se le mantiene en referencia constante como una de las grandes letras femeninas del siglo XIX en España e Hispanoamérica.

Una calle y un teatro llevan su nombre. En el destacado mural aledaño a La Plaza de la Merced –hoy Plaza de los Trabajadores –su hermosa efigie, adornada con agraciada cabellera negra y convexo busto de mujer rolliza, muestran junto a la vigorosa mirada de los ojos altivos, un carácter esforzado y orgulloso.

Pero valdría el propósito preguntar quien fue verdaderamente la Avellaneda como persona, como mujer, como cubana y como criatura capaz de amar a un hombre.

Basta solo leer su Autobiografía y Cartas amatorias, compendio realizado por la editorial Ácana, para enterarnos por su misma voz de ese carácter recio y liberal que hoy muchos celebran como mujer adelantada a su época y otros tildan frío de amor y carente de entrega.

Sus apologistas se compadecen de ella por no haber encontrado reciprocidad en el amor de su vida: Don Ignacio de Cepeda, español ilustre que guardó como reliquia hasta su muerte más de medio centenar de sus estilísticas misivas. Sin embargo, cuando escudriñamos detenidamente esas cartas de requiebros amorosos, encontramos en sus confesiones, importantes argumentos para que un hombre enamorado, pero enérgico, no se dejara manipular por aquel carácter dominativo  y avasallador.

 Ignacio de Cepeda sentía celos. Estaba enamorado de ella por ser mujer hermosa, atrayente y joven; y la amaba como intelectual –que él también lo era –; ¿quien puede acreditar hoy cuánto le protestaría en sus diálogos íntimos por su liberalismo femenino, en una época donde todavía las mujeres se entregaban al hombre amado en cuerpo y alma? Ella era coqueta. En más de una oportunidad lo reconoce. Le gustaba sentirse adulada y pretendida por los hombres, mirándolos siempre desde una altura superior. Pero aún más que coqueta, hacía burla del hombre a quien supuestamente amaba, jugando al amor con otro cuya pasión nada le era atrayente y significativa:

 

El hombre que me interesaba se desviaba de mí, y el que no me agradaba redoblaba sus atenciones y asiduidades. El primero me causaba con su influencia en mi corazón serias inquietudes y me picaba con su indecisión; el segundo me lisonjeaba y me divertía con su amor de niño y me parecía bien poco peligroso.

Hice lo que me pareció más conveniente a mi tranquilidad y lo que supuse de menos consecuencia. Admití los afectos del uno y procuré sofocar los que el otro me inspiraba. ¡Ya está dicho todo! Ahora olvídelo usted. [i]

 

La Tula no era mujer para un solo hombre: característica –a mi entender –amenazadoramente liberal para cualquier ciudadanía, porque pone en peligro la estabilidad matrimonial de la familia, que es la base fundamental de una sociedad coherente. De hecho, en una sociedad como la nuestra que, en el caso que nos ocupa pretende estar a la altura de las más modernas del mundo, la ruptura matrimonial marcha a la par con el descarrilamiento familiar que sufre nuestra juventud y del que sería bueno estudiar cuánto tiene que ver en ello la inadecuada educación de los hijos de matrimonios separados.

La Tula odiaba a las mujeres hogareñas de su época, acusándolas de mojigatería y sumisión al esposo y se presentía “lastimada de continuo por esas punzadas de alfiler con que se venga la envidiosa turba de mujeres envilecidas por la esclavitud social.” [ii] Para ella sus “ligerezas” debían ser pasadas por alto por el amante, así como los pueblos deberían pasar por alto los errores y las faltas gubernamentales, según el criterio de aquellos que gobiernan. “Las ligerezas, las faltas mismas de una mujer, son males más remediables que la incapacidad de comprender aun las mismas virtudes, que acaso se practican.” [iii]

Pero no solo “coquetea” con otro a los ojos de Cepeda, sino pretende utilizarlo y conseguir de él documentación de un nuevo romance que ha tocado a sus puertas: Gabriel García Tassara: “¿Querrás hacerme un pequeño obsequio? Una persona desea, por motivos personales que sería largo explicar, saber cómo se llamaba el padre de Gabriel García Tassara, sevillano, que reside en ésta.” [iv]

La hipocresía, el mentís y la sátira envenenada están presente de continuo y de manera fácilmente comprobable a lo largo de todas estas cartas de amor: “Yo no me he casado ni me casaré nunca”[v], y, sin contar sus aventuras novelescas, estuvo casada en dos oportunidades. A pesar de que todo su epistolario está plagado de contradicciones y momentos irreflexivos, asegura a su amante que: “…desafío que se me pruebe que he sido alguna vez falsa o mezquina.” [vi]

Ignacio de Cepeda era dos años más joven que ella, condición que la hacía sentirse inferior a él a partir de la segunda juventud. En todas las cartas en que hizo referencia a su edad, escamoteó al menos un año de existencia. Y ya a los treinta y tres, resta dos a su fecha de nacimiento. Pero eso es aceptable de cierta manera en el género femenino, siempre receloso de la apariencia física, anzuelo primordial en su búsqueda de admiradores masculinos. Lo que sí no debemos perder de vista los cubanos es el desprecio que sentía hacia los que hoy pretenden erigirle un monumento en el mismo centro de nuestra ciudad. Así confiesa a Cepeda en su carta número XXXVI fechada en Madrid el Primero de agosto de 1947 cuando ya tenía bien cumplidos sus 33 años:

 

A propósito de matrimonio, te diré que a pesar de mis treinta y un años y de mi aspecto de ‘sepulcro de ilusiones’, un joven de veinticinco que diz que es muy rico, se empeña en hacerme contraer segundas nupcias. Es habanero, lo cual es para mí un gran defecto. (.) pero a mí solo me parece un pedante de cierto género, propio del país en que nació.[vii]

A sus 37 años, cuando seguramente conoció los pormenores del fusilamiento de Joaquín de Agüero y sus tres amigos, por los que las jóvenes principeñas se enorgullecían de ser criollas simpatizantes de los revolucionarios mártires, cuando hasta el Arzobispo español Antonio María Claret recurrió al Capitán General de la Isla, de apellido Concha, para evitar la pena de muerte a los insurrectos, Gertrudis Gómez de Avellaneda guardó absoluto silencio y ni siquiera se pronunció a favor de los cubanos cuando alcanzó a conocer, a final de su vida, los sangrientos sucesos de la Guerra Grande.

Cabe también preguntar: ¿Gertrudis Gómez de Avellaneda odiaba acaso al sexo masculino? ¿Sería algo así como un machismo del género opuesto que sin tener que ver con la homofobia ni la homosexualidad se ha dado en llamar “hembrismo” burdo y mal intencionado? Sus frustraciones amorosas, acaso dadas por cuestiones fisiológicas o, según todo indica, por su incapacidad de doblegar a un hombre llamado Ignacio de Cepeda, la arrastraron a confesar en una de esas cartas el criterio siguiente: “¿Sabes tú lo que es ‘un hombre’ a mis ojos?... Un hombre que no es para mí más que un hombre, ora tome el nombre de amante, ora el de amigo, profana entrambos nombres y me parece indigno de ellos.”[viii]

 

José Martí nunca pudo leer estas cartas íntimas de la poetisa, porque solo a la muerte de don Ignacio de Cepeda, por encargo expreso de él a su viuda, fueron publicadas ya en pleno siglo XX. Sin embargo, nadie como José Martí, escrutador profundo de los sentimientos más recónditos del ser humano a través de lo que han dejado escrito, para dibujarla por dentro. Al establecer un símil con otra de nuestras poetisas cubanas, el Apóstol la cuestiona al confrontarla con la sencillez y ternura de Luisa Pérez de Zambrana. Esa misma Luisa que humildemente la habría de coronar más de veinte años después de su partida, cuando colmada de fama literaria estuvo de visita en la capital de la Isla.

 

¿Son la grandeza y la severidad superiores en la poesía femenil a la exquisita ternura, al sufrimiento real y delicado, sentido con tanta pureza como elegancia en el hablar? Respondiérase con esta cuestión a la que de sí vale más que la Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana. Hay un hombre altivo, a las veces fiero, en la poesía de la Avellaneda: hay en todos los versos de Luisa un alma clara de mujer. Se hacen versos de la grandeza, pero solo del sentimiento se hace poesía. La Avellaneda es atrevidamente grande; Luisa Pérez es tiernamente tímida.

Ha de preguntarse, a más, no solamente cual es entre las dos la mejor poetisa, sino cuál de ellas es la mejor poetisa americana. Y en esto, nos parece que no ha de haber vacilación. No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante. Luisa Pérez es algo como nube de nácar y azul en tarde serena y bonancible. Sus dolores son lágrimas; los de la Avellaneda son fierezas. Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más potente que él; su pesar era una roca; el de Luisa Pérez, una flor. Violeta casta, nelumbio quejumbroso, pasionaria triste.

¿A quién escogerías por tu poetisa, oh apasionada y cariñosa naturaleza americana?[ix]

 

Sin lugar a dudas, la Avellaneda ha sido una de las poetisas más grandes de la lengua española. La perfección en sus versos da crédito a una cultura extrema y cuidadosamente diseñada. Su soneto “Al partir” es de constante referencia entre los grandes sonetos de nuestra lengua. Sus méritos como escritora no merecen menos que Camagüey le haya colocado su apellido a una de las principales calles de la ciudad y a un emblemático teatro. No es menos merecedora de que su casa se conserve y se convierta en museo.

Mas la mirada devota de un pueblo agradecido, siempre ha de hallar mayores méritos en la conducta ética y los hechos generosos de sus personajes históricos que en la exitosa fortuna de las letras. Gertrudis Gómez de Avellaneda bien pudiera ceder su pedestal a otra camagüeyana que ni siquiera aparece entre las grandes personalidades de nuestra ciudad en el mural gigante de la calle Independencia, a las puertas de la Plaza de la Merced; a una camagüeyana que, de hecho, podemos catalogar como la esposa insigne de la Patria: Amalia Simoni de Agramonte. Aquella que, con sencillo enunciado, frente al oficial español que la instaba escribir una carta a Ignacio Agramonte para que entregara las armas, dejó para la historia palabras que sobrepujan los versos más caros y la cadencia más excelsa que se haya escrito por literata alguna: “Primero corte usted mi mano, antes de escribir a mi marido que sea traidor a la Patria”.

 

Pedro Armando Junco

 



[i] Gertrudis Gómez de Avellaneda. Autobiografía y cartas de amor. Editorial Ácana 2013. Pg.  39

[ii] Ibídem. Pg. 94

[iii] Ibídem. Pg. 97

[iv] Ibídem. Pg. 95

[v]  Ibídem. Pg. 96

[vi] Ibídem. Pg. 104

[vii] Ibídem Pg. 101, 102

[viii] Ibídem. Pg. 111

[ix]  Martí, José. Obras Completas, Editorial Nacional de Cultura 1963. Tomo 8. Pg. 310, 311

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