La sociedad cubana, como muchas otras en el mundo, no ha podido sustraerse a los profundos cambios de la mujer como sujeto independiente. Es más, desde el triunfo revolucionario de 1959, ha sido una constante gubernamental la “liberación” femenina. Le era necesario a la Revolución triunfante, previsora de los obstáculos que tendría por delante tras sus radicales formas de gobierno, poner de su parte esa mitad poblacional que constituye este género. Y no por gusto, junto a otras instituciones fabricadas para controlar gremios disímiles, creó la Federación de Mujeres Cubanas, conocida por su sigla FMC.
A partir de entonces se convertiría en prédica constante la “liberación de la mujer cubana”. Libertad e igualdad plenas, sin olvidar la libertad sexual que hasta ese momento era exclusividad de los hombres. Ser un marido adúltero antes del triunfo de la Revolución no solo era un mérito, sino hasta algo así como poseer una medalla que colgaba el hombre en su expediente. Una mujer adúltera cargaría el fardo de la infidelidad por el resto de su vida y luego de repudiada por su esposo difícilmente encontraría alguien con quien matrimoniarse nuevamente.
Los burdeles fueron eliminados y las prostitutas recluidas por corto tiempo en talleres de artesanía donde las enseñaban a trabajar con las manos en vez de con otros órganos más versátiles de su cuerpo. Y se les enseñó que las artes manuales también sirven para ganar el sustento de la independencia.
La conservación de la virginidad para la noche de bodas desapareció en pocos años como lacra burguesa. No era más importante entregar la doncellez al hombre escogido para esposo, que pertenecer a la milicia nacional o ausentarse de casa a cortar caña durante una zafra completa en campamentos rurales.
Estos son algunos antecedentes de la mujer en la sociedad cubana actual. Pero han transcurrido los años, los lustros y las décadas. A 56 años de aquella Revolución triunfante echamos un vistazo a la mujer de hoy y encontramos escasos dividendos. El himen se pierde casi siempre durante la enseñanza secundaria, mucho antes de las quince primaveras; ser adúltera, según el criterio de una amiga “feminista” –criterio que no comparto de ninguna manera –, es atribuible al ciento por ciento de las mujeres del país.
El respeto al casamiento y el temor al divorcio han devenido en que sea más fácil encontrar un matrimonio sexagenario que otro con cinco años de coexistencia. La separación en las parejas es la constante actual, exacerbada aún más por las misiones internacionales donde los cónyuges no pueden viajar unidos pero se ven impelidos a ellas por imperiosas necesidades de economía. Se incorporan a esas delegaciones alegando traer para el hogar un mejor nivel de vida, y cuando regresan ya el hogar está deshecho. No es secreto para nadie que la distancia, el tiempo y las necesidades genésicas, atentan unidas a la normativa matrimonial.
Todos conocemos por experiencia propia lo engorroso de una relación conyugal Los seres humanos somos “únicos e irrepetibles”. Y desde los viejos tiempos de Platón, se habla de “la mitad perdida” que todos añoramos encontrar y jamás aparece. La pareja, durante un largo período de adaptación, debe aprender a limar los detalles que le son desagradables en su cónyuge hasta hacerlos desaparecer o adecuarse a ellos.
La piedra fundamental del matrimonio lo constituye el sexo. La gente se casa, ante todo, porque se gusta física y sexualmente aunque, tanto ayer como hoy, muchas uniones son propiciadas por intereses económicos, sobre todo entre los menos jóvenes. Cuando acceden al coito descubren que el coito perfecto es muy difícil de alcanzar entre ambos hasta después de cierto tiempo de comprensión y acomodo mutuo. Y todas estas incomodidades íntimas pueden superarse solo por el apego a leyes morales establecidas por la ética familiar y apuntaladas por la religión. Algunos consiguen este acoplamiento como resultante, no ya del gusto erótico por la otra persona, sino por la confianza y el amor verdadero, ese sentimiento espiritual que induce a complacer más que a ser complacido, convencidos de que la vida conyugal no es solamente sexo.
Pero las cadenas del maridaje son de papel: cualquier borrasca las deshace. Por eso, cuando esta nueva sociedad, ante la necesidad de cambio, indujo a la mujer a una libertad ilimitada y procuró erradicar de raíz las normativas sociales de los gobiernos anteriores haciendo énfasis en el catolicismo que aglutinaba a más del 90 por ciento de la población, no podían esperarse resultados aglutinadores en la familia. Y es allí donde encontramos el eje negativo que desvanece la intención de sostener un matrimonio para toda la vida.
Como resultante de este historial las parejas se rompen con extrema facilidad, los hijos se dispersan y mal educan, surgen nuevas prostitutas eufemísticamente renombradas “jineteras”, y una rémora gigantesca de mujeres solitarias carecen del calor doméstico, tanto como hombres frustrados, muchos convertidos en alcohólicos acérrimos, viven solos.
El fiasco de la liberación femenina en nuestra sociedad es evidente.
Pedro Armando Junco
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