La
gran disparidad entre pobreza y miseria radica en que se puede ser pobre y
digno a la vez, mientras que el miserable está obligado a proyectarse en
cualquier dirección por abyecta que sea, con tal de sobrevivir.
Hay
pueblos donde el hombre pierde toda esperanza de crecer; donde la palabra de
orden de sus gobernantes es así, categóricamente: “¡Aquí nadie puede hacerse
rico!”, antítesis del proverbio martiano: “Para hacer feliz a un pueblo,
hacerlo rico”.
Ese
destino de pobreza será eternamente el del pueblo de Cuba según el criterio del
Poder: un pueblo que tiene que resignarse no solo a la carencia de desarrollo
económico individual, sino a la mansedumbre, a la obediencia y a ser objeto
manejable sin la esperanza de que algún día pueda ver cómo toman un rumbo más
próspero los hijos de esta tierra.
Esto
trae, por supuesto, un insólito camino expedito: la miseria. Y esta, por
consecuencia, la descomposición social en todas sus vertientes: vagancia, doble
moral, ilegalidad, rapiña y crimen. Por eso Cuba se sumerge, cada día más, en
una descomposición social que es la antípoda de aquel hombre nuevo tantas veces
proclamado hace 59 años.
Quizás
esa sea la causa por la que muchos se adecuan a lo peor. Diría que ya lo están aquellos
que lucen pantalones rotos, agujereados, llenos de flecos sucios, alias
“ripiaos”, como si de frac se vistieran para asistir a una fiesta o salen de la
casa en chancletas “metedeos” y simples camisetas de prenda interior para visitar
cualquier sitio público. Otra clara señal del desastre son los grupos cada vez
más crecientes de mendigos y alcohólicos que deambulan en las calles y duermen
en los parques y las terminales; los llamados “buzos” o “tanqueros” que pululan
alrededor de los recipientes de desperdicios y hurgan entre la basura
putrefacta buscando alguna lata de cerveza desechada, una botella o cualquier
pedazo de metal que luego llevan a los centros acopiadores de materias primas y
los liquidan por unos mezquinos centavos.
No
es para olvidar el garrote de los carretilleros ambulantes que, ante la
urgencia alimentaria de la población, carecen de escrúpulos en comercializar
productos alimenticios en mal estado, como es el caso de los expedidores de
carne de cerdo que, sin que las autoridades tomen cartas en el asunto, venden a
la población carroña de animales muertos por pandemias.
Igual
que en pleno siglo XIX el transporte urbano es en carretones de caballos, cuyos
excrementos y orina infectan el ambiente y ayudan a la proliferación de enfermedades
altamente contagiosas, o en camiones que antaño, cuando la abundancia de los
años cincuenta, trasladaban grandes cantidades de reses para el consumo
nacional desde los campos hacia las ciudades: esas mismas reses que la
población cubana de hoy tiene vedadas consumir.
Un
creyente fanático me afirmó que lo del ciclón Irma ha sido el mensaje del
Santísimo, bendito sea Él, como aquella vez que avisó a Lot para que saliera
huyendo de Sodoma y Gomorra sin mirar hacia atrás para no quedar convertido en
estatua de sal.
Lo
peor es que ahora, tanto por mar como por tierra, han quedado obstruidas las
añoradas travesías que desde hace casi sesenta años sirvieron de escape a
millones de familias cubanas y, en inexplicable paradoja, son hoy las protectoras
económicas de gran parte de la sociedad cubana de la Isla con sus mesadas de
billetes verdes.
¿En
qué momento se tomará conciencia de que el rumbo dictado para los cubanos de a
pie –que es la gran mayoría– es el menos propicio para el desarrollo y la
felicidad del pueblo de la Isla? ¿Cuando se entenderá que el dogma sordo y
ciego de conducirnos como a rebaño de corderos es la causa principal del
fracaso económico de la nación, porque en una sociedad donde se restringe el
derecho a opinar y a reprender públicamente los errores que se cometen, cierra
la oportunidad de hallar otras vertientes más atinadas y saludables y provoca,
cuando no es posible la estampida multitudinaria de la población, la corrupción
generalizada a todos los niveles?
Pedro Armando
Junco
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