martes, 25 de febrero de 2020

Lucio Anneo Séneca y el imperio romano

Para comprender el presente y vislumbrar –de cierto modo– el futuro,
tenemos que remitirnos a estudiar el pasado. La historia se repite en
los métodos; o mejor: los hombres repiten los métodos históricos.
La genialidad de algunos gobernantes autocráticos radica en la
experiencia de los que, antes que ellos, tropezaron. Evadir esos
escollos, saltarlos por encima o eliminar sus limitaciones, constituye
el éxito en sus gobiernos.
Claro que en una democracia auténtica esto sería imposible de llevar a
cabo. Pero ni la democracia es perfecta, porque el criterio de la
mayoría está permeado por el impulso mediático y la ignorancia de sus
miembros, ni un gobernante inteligente tiene por qué obedecer el
criterio de una masa inculta. Ya Martí lo dejó escrito: "Ser culto es
el único modo de ser libre".
Cuando Julio César echó por tierra a la república romana y convirtió
en imperio su gigantesco poderío, no destruyó el senado ni a sus
miembros: sencillamente los obligó a la obediencia servil bajo la
premisa de "o me sigues y respeto tus prebendas o te desaparezco". Y
así, hombres tan ricos en sabiduría como Séneca, se plegaron a los
designios más abyectos de la historia romana con tal de permanecer en
la élite del gobierno. Con todo, la obediencia incondicional no le
alcanzaría para mantener su estatus privilegiado en el imperio, y se
vio impelido a la aprobación pública de actos tan deplorables como
fuera el asesinato de la madre y hermanastro del emperador. El
estoicismo y la alta moral de su obra escrita son totalmente
antagónicos con su adulación, como en la súplica de perdón por un
castigo inmerecido.
Otra gran lección del imperio romano a los emperadores actuales, llega
hasta nosotros en estos días mediante el parafraseo popular de "cuando
no tengas comida que ofrecer a tu pueblo, ordena fiestas". Dos mil
años atrás la plebe se divertía en el circo al mirar cómo echaban
cristianos a los leones; hemos mejorados un tanto 20 siglos después,
pero todavía produce euforia popular el corpulento boxeador del patio
al echar de un trompón sobre la lona al contrincante. Así las masas
ignorantes de la sociedad se dejan llevar por ese otro tipo de opio
que Marx olvidó al señalárselo a la religión; el pueblo se enajena en
los festejos, en los estadios deportivos, en las grandes
aglomeraciones: despotrica a gusto –salvo de su emperador–, libera las
energías que emanan desde su estómago estragado y regresa a casa con
el alma restituida y lista a esperar el próximo carnaval.
Mientras esto sucede, en el silencio más absoluto, los acomodados
senadores romanos, trocado el título de su nomenclatura por el de
ministros de gobierno, disfrutan incalculables privilegios, visten
togas en extremo caras, viajan a los confines de otros imperios
–incluso enemigos–, se alojan en los palacios más costosos y frente a
los plebeyos del reino repiten que es la hora del estoicismo más
severo. Y las grandes masas de súbditos aplauden…
Mucho tiempo después de soportar las locuras de Calígula y los
monstruosos excesos de Nerón, surgieron en Roma emperadores más
lúcidos; entendieron que aquel sistema de gobierno estaba errado y
solo conducía a la ruina, tanto de patricios como de plebeyos… y lo
cambiaron.
Hoy Italia, con su Roma dentro, conserva y exhibe para la historia una
vitrina monumental de aquellos sitios donde la barbarie hizo suyo al
género humano.

Pedro Armando Junco

1 comentario:

  1. Muy bueno, Armandito. La diferencia es que los emperadores lúcidos que esparabamos después de 6 decadas se declaran continuación de lo mismo. Mas facil y mas lucrativo.
    Ser libres es el único modo de ser cultos.

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