martes, 7 de julio de 2020

Crónica del 6 de julio de 2020

Pensar duele. Sentir un grupo de ideas que se aglutinan dentro de uno
y no saber o no poder expresarlas, es una constipación intelectual más
dolorosa que la de un feroz estreñimiento.
A veces me siento frente a la puerta de mi casa, en plena acera,
después que el Sol se oculta al costado de la Iglesia y los vecinos
que me ven hasta me dicen: ¿Estás cogiendo el fresco de la tardecita?
¡Qué rico estar descansando sin nada que hacer!
Porque mis vecinos desconocen que esa es una manera de incrementar el
depósito de mis ideas. Ver cruzar a la gente en el día a día, es tocar
el presente con la mano y la mejor crónica que se escribe para los
bisnietos. Cuando logramos eso, si alcanzamos hacerlo medianamente
bueno, es una fotografía que detiene el tiempo y que, cuando a alguien
de una generación posterior se le ocurra leerla, nos sacará a la vida
nuevamente a pesar de que ya hayamos muerto. Por eso escribimos. O, al
menos, así pienso yo de los que escribimos.
Y allí, sobre los tres escalones de la entrada de mi casa, llega el
conocido que cruza y se sienta a conversar conmigo, y yo le escucho,
porque todos tenemos algo original que contarnos. No crean los
vanidosos que solo los intelectuales piensan. Mejor sería decir que
los intelectuales se nutren de lo que piensan las demás personas
cuando las saben escuchar.
Y llega también el que, a tantas veces de mirarnos allí por las
tardes, se nos convierte en conocido y se detiene a preguntar desde
cuando no sacan pollos en El Volcán, o se queja que desde hace quince
días no entra agua a su casa. Alguno hasta se arriesga a decir bajito:
"¿Cuándo se acabará esta mierda, maestro?"
En medio de aquel desfile carnavalesco, puedo hasta realizar mi
encuesta privada y determinar la invasión de "mujeres", cuyo nido
principal está a cien metros de mi casa y que, convertido en mafia,
controla las colas de la shopping con su enérgica virilidad, hoy
convertida en meritoria condición ciudadana, inmune a réplicas y
cuestionamientos. Es bueno aclarar primero, que soy incondicional
defensor del derecho individual a practicar las inclinaciones sexuales
con absoluta libertad; sin embargo, me opongo al menoscabo
heterosexual del resto de la ciudadanía ante esa gentuza que se
enorgullece del privilegio que hoy se le otorga gracias a sesenta años
de torcedura ideológica. Y para que se me entienda mejor, aquí les
escribo esta pequeña sentencia martiana: "Si quieres matar a un
pueblo, educa sus mujeres como a hombres".
Y a ese punto llegamos: el deterioro poblacional del cubano de la Isla
tanto físico, como moral. Físico, porque el hoy por hoy de los cubanos
permite ver a una población en masa todos los días en la calle,
tratando de alcanzar algún producto imprescindible para subsistir
–sobre todo alimenticio– al estilo de los cerditos en las cochiqueras
cuando aprenden a empujar la palanca que abre la válvula del agua de
beber con el hociquito y se fajan por la preeminencia de alcanzarla. Y
moral, porque aprendió a resignarse a la miseria con todas sus
limitaciones inherentes.
Es por eso que prefiero sentarme por las tardes al frente de mi casa.
Sacar el balance de mis ancestros y mirar el alto por ciento de
personas mal vestidas, en chancletas, sucias y hasta cochambrosas que
desfilan frente a mí "arrastrando" el suelo, acaso abochornadas al no
tener otra indumentaria que ponerse. Mirar aquellos hombres y mujeres
que hurgan dentro del tanque de la basura en busca de algún pomito
plástico vacío o cualquier tareco que alguien haya botado por
inservible, para echarlo dentro de un saco y llevárselo.
Por eso escribo esto hoy seis de julio del año 2020. Mañana no sé.
Ayer, un primo muy querido por mí, llegó y me dijo: "¡Cuídate, primo!
Tú escribes cosas muy fuertes y pueden tomarlas contigo en cualquier
momento".
Yo pienso que no. Yo solo digo la verdad y con respeto, escudado en mi
derecho de ser un hombre honrado que dice lo que piensa, como nos
enseñó el Apóstol. Además, sé que esta noche dormiré tranquilo por
haber podido evacuar mi estreñimiento.

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