sábado, 19 de septiembre de 2020

El peligro de abrir la talanquera

Continúan dando vueltas en mi cabeza las analogías existentes entre
las actitudes del Gobierno cubano con el pueblo, y las medidas tomadas
por mi padre con las reses en la administración de la hacienda.
Recuerdo mi feliz época bucólica, cuando las grandes revisorías de
ganado mayor, se efectuaban solo una vez al año. Día de "reviso" era
día festivo hasta para los peones de la heredad, pues a pesar de
adicionarles un trabajo más a las tareas cotidianas, pululaban las
botellas de ron y los paquetes de tabacos, gratis y sin normativa.
Hasta yo, que era un adolescente, me permitía aquellas licencias
gratuitas.
Era el día de chequear hasta la última res de la hacienda. Venían los
partidarios, pues la mayoría del ganado era ajeno, "a partido" con los
trabajadores o personas que, carentes de tierra, preferían invertir en
unas vaquitas sus ahorros, en vez de guardarlos en el banco.
Mi padre asumía la responsabilidad y reposición de las reproductoras,
y tomaba para sí la leche y la mitad de las crías. El día 3 de octubre
de 1963 –día de la gran confiscación y destrucción nacional de todas
las haciendas productivas del país– uno de los empleados de la
nuestra, era propietario de setenta vacas. ¡Qué clase de cooperativa
administraba mi padre!
–Una vaca se reproduce, como promedio, cada 18 meses. Un sesenta por
ciento de las reproductoras agrega un nacimiento al año– me explicaba
por las noches, fumándose su habano en el balance preferido, bajo el
soplo fresco del enorme portal y pretendiendo hacer de mí un excelente
propietario.
Por eso era preciso un "reviso" anual. Ese día se "rabiterciaban" las
vacas de ordeño, se "despuntaban" los tarros a los añojos, se
vacunaban los terneros contra el carbunco y la septicemia, y se
marcaban las nuevas crías con el hierro candente de cada partidario,
según la cantidad que le tocara.
En la mesa grande de mi casa –mesa para catorce comensales–
proliferaban los bistecs, los tostones, el congrí y las ensaladas
mixtas, servidos en amplias fuentes que, apenas se vaciaban, nuestra
buena cocinera Luz Marina y mi santa madre volvían a rellenar.
Escribo este segmento de crónica no solo porque recordar es volver a
vivir, sino porque anoche estuve pensando muy en serio sobre la
imperiosa necesidad de abrir la economía en nuestro país, que de
seguro intuyen como necesidad imperiosa los gobernantes actuales, pero
que los retiene algo similar a la precaución que mantenía mi padre ese
día de reviso a la hora de soltar el ganado, ya por la tardecita,
hacia el potrero.
Aquel conglomerado de reses mayores que había sufrido una jornada de
tantas fricciones, de soportar hierros al rojo vivo sobre el cuero
para marcarlos, grandes tijeretazos al despuntar sus cuernos, los
aguijonazos de los vacunadores, más la sed y el hambre, se aglutinaba
casi furioso cercano a la portada de salida del corralón, porque muy
bien conocían que era por allí por donde podrían alcanzar la libertad
del potrero. Y mi padre sabía por la experiencia de otras revisiones,
que abrir solo un poquito la portada para que salieran las reses
ordenadamente y poco a poco, traería por consecuencia el desenfreno de
la totalidad: romperían de las puertas hasta las bisagras. Entonces,
con toda la precaución de su experiencia, ordenaba a uno de los peones
más ágiles:
–Abre las dos hojas del portón a la vez, rápido, al mismo tiempo… y
apártate, porque el ganado puede pasarte por encima.

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