Recuerdo cuando a mis nueve años iba a la escuelita rural de Arroyo Blanco. En días como el de hoy, por especiales, mi querida maestra Teresita García lo organizaba todo.
El retrato de Céspedes era decorado con flores que llevaban las alumnas desde sus casas. La bandera, sostenida por discípulos destacados, servía de fondo a la mejor declamadora de la escuela, cuando recitaba en el acto cívico aquel soneto que todos conocíamos de memoria: "No es un sueño, es verdad: grito de guerra..."
Así fuimos educados en aquella generación de los años cincuenta del pasado siglo: respetando la historia y amando como de sangre a nuestros padres fundadores. Ese día se hablaba con orgullo del hombre rico que otorgó la libertad a sus esclavos y lo perdió todo, incluso la vida, por la independencia de Cuba. Lo sentíamos, verdaderamente, padre de la patria.
Así también celebrábamos el 24 de febrero y el 20 de mayo. Eran fiestas sagradas, cargadas de moral y de civismo. Pero vino la llamada revolución y nos cambió la historia. Céspedes es ahora apenas una imagen que aparece en los billetes de cien pesos y de quien muy poco se habla.
Desde entonces a acá, la rebeldía nacional dejó de ser conmemorada el 10 de octubre, y se cambió por el 26 de julio. Una operación similar al trueque del 20 de mayo por el primero de enero.
Varias generaciones de cubanos han sido víctimas de esta diabólica torcedura. Y al hacer un análisis profundo de lo que hoy sucede a la nación cubana, vale la pena la advertencia: los pueblos que no guardan con celo su memoria, están condenados a desintegrarse.
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