Hace una semana el grupo terrorista Hamás penetró desde la Franja de Gaza y cometió las peores atrocidades que podamos imaginar: asesinatos masivos, incluyendo niños y familias completas, y el secuestro de más de un centenar de rehenes, usados como escudos humanos.
Mucho se habla de que tomó por sorpresa a la inteligencia y al ejército israelíes, capaces de enfrentar a un enemigo muchas veces mayor.
El caso es que se ha desatado una guerra de consecuencias impredecibles porque, dicho sea de paso, Israel no se las anda nunca con paños tibios. Los asesinos de Hamás, luego de su desaforada provocación, han vuelto a su territorio y ahora no sólo mantienen como rehenes a los cerca de 130 capturados, sino a más de dos millones de civiles palestinos entre los que se esconden y camuflan.
La respuesta de Israel no se hizo esperar: se ha declarado en estado de guerra, ha movilizado cientos de miles de reservistas, ha cercado a Gaza con un bloqueo total: le ha suspendido el suministro de alimentos, agua y electricidad y está preparándose para una invasión terrestre que puede terminar en tierra arrasada.
Y por eso, ahora, muchos quieren culpar de genocida a Israel. Sobre todo los gobiernos enemigos de la democracia que tienen vínculos muy estrechos con Hamás y Hezbolá, como con Irán, padrino de cuantas organizaciones terroristas estén dispuestas a luchar contra Israel y los Estados Unidos. Y no resulta extraño que un analfabeto como Nicolás Maduro haya sido capaz de decir públicamente que Cristo era palestino y fue el primer antiimperialista.
Claro que es lamentable, altamente lamentable, la situación del pueblo palestino. Sin embargo, el mundo no puede virar la cara a la realidad de estos desmanes, sino tomar como ejemplo el peligro que representa tener a un enemigo terrorista al costado, separado sólo por una cerca de alambres o por un pedazo de mar.
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